Cuando el Amor se Rompe: Mi Lucha por Emiliano

—¿Por qué lloras otra vez, Mariana? —me preguntó Tomás, sin siquiera mirarme desde el sofá, mientras yo apretaba la ecografía contra mi pecho como si fuera un escudo.

No podía hablar. Sentía la garganta cerrada, el corazón hecho trizas. El doctor acababa de decirme que Emiliano, nuestro hijo, tenía una malformación en el corazón y que necesitaría cirugía apenas naciera. Yo tenía veintitrés años, apenas terminando la universidad en Medellín, y de pronto el mundo se me vino encima.

—¿No entiendes lo que esto significa? —le respondí, la voz temblorosa—. Nuestro hijo… nuestro hijo puede morir.

Tomás se encogió de hombros. —No exageres, Mariana. Seguro los médicos están equivocados. Además, mi mamá dice que esas cosas pasan por el estrés y por andar pensando tanto.

Sentí rabia, impotencia, y sobre todo, una soledad tan profunda que me dolía el cuerpo. La mamá de Tomás, doña Gloria, era igual: cada vez que la veía, me miraba con desconfianza, como si yo hubiera traído la desgracia a su familia. «En mi familia nunca ha habido enfermedades así», me decía, con ese tono frío que me hacía sentir menos que nada.

Las semanas pasaron y la panza crecía, pero la esperanza se achicaba. Los controles médicos eran cada vez más angustiosos. Una tarde, después de una ecografía especialmente dura, llegué a casa y encontré a Tomás empacando una maleta.

—¿A dónde vas? —pregunté, el miedo apretándome el pecho.

—Me voy a donde mi mamá unos días. Necesito pensar —dijo sin mirarme.

—¿Y yo? ¿Y Emiliano?

—No sé, Mariana. Esto me supera. No puedo con tanta presión.

Me quedé sola. Sola con mis miedos, con la culpa que me sembraron, con la incertidumbre de si mi hijo viviría. Lloré tanto esa noche que sentí que me deshacía. Pero al día siguiente, cuando sentí la primera patadita de Emiliano, algo dentro de mí cambió. No podía rendirme. Tenía que pelear por él, aunque fuera sola.

Empecé a buscar información, a ir a grupos de apoyo en el hospital San Vicente. Conocí a otras madres: Ana, que vendía empanadas para pagar los medicamentos de su hija; Lucía, que viajaba desde un pueblo a cuatro horas para cada control. Todas luchaban, todas lloraban, pero ninguna se rendía. Aprendí de ellas a ser fuerte, a no dejarme aplastar por el miedo ni por la indiferencia de Tomás y su familia.

Una tarde, doña Gloria vino a la casa. Entró sin saludar y fue directo al grano:

—Mira, Mariana, yo hablé con un sacerdote y él dice que deberías rezar más y dejar de ir tanto al médico. Eso solo te llena la cabeza de cosas malas.

—Doña Gloria, mi hijo necesita atención médica, no solo rezos —le respondí, por primera vez sin bajar la mirada.

Ella bufó y se fue. Sentí miedo, pero también una chispa de orgullo. Por primera vez me defendía.

Llegó el día del parto. Fue una cesárea de emergencia. Recuerdo las luces blancas del quirófano, el frío en la piel y el terror en el alma. Cuando escuché el llanto de Emiliano, lloré como nunca antes. Pero apenas lo vi, los médicos se lo llevaron corriendo a cuidados intensivos.

Pasé los días siguientes sentada junto a la incubadora, hablándole bajito, cantándole canciones de cuna que mi abuela me enseñó en la finca de Antioquia. Tomás vino una vez, se quedó diez minutos y se fue diciendo que no soportaba ver a su hijo así. Doña Gloria ni apareció.

Las cuentas del hospital crecían y yo no sabía cómo iba a pagar. Vendí mi anillo de bodas, pedí ayuda a mis amigas de la universidad, incluso le escribí a un programa de radio local pidiendo donaciones. La respuesta de la gente fue increíble: desconocidos me mandaban mensajes de ánimo, me traían comida al hospital, hasta una señora mayor me regaló una cobija tejida para Emiliano.

Después de dos cirugías y meses de hospitalización, Emiliano salió adelante. Tenía cicatrices en el pecho, pero sus ojos brillaban con una fuerza que yo no conocía en nadie más. Cuando por fin lo llevé a casa, sentí que renacía junto a él.

Tomás nunca volvió. Un día recibí un mensaje suyo: «Perdón, Mariana. No puedo con esto. Espero que encuentres a alguien que te ayude». No lloré. Ya no tenía lágrimas para él.

Hoy Emiliano tiene tres años. Corre por el parque con otros niños, aunque se cansa más rápido y tengo que vigilarlo siempre. Trabajo medio tiempo en una librería y el resto del día soy mamá, enfermera, cocinera y payasa para hacerlo reír.

A veces me preguntan si odio a Tomás o a doña Gloria. No los odio. Les agradezco porque su abandono me obligó a descubrir una fuerza que nunca imaginé tener. Aprendí que la familia no siempre es la que te toca, sino la que eliges: mis amigas, las otras madres del hospital, los vecinos que me ayudaron cuando más lo necesitaba.

A veces, en las noches silenciosas, me pregunto: ¿Cuántas mujeres más estarán luchando solas como yo? ¿Cuántas veces más vamos a dejar que el miedo o el qué dirán nos impidan pelear por nuestros hijos? ¿Y si nos apoyáramos más entre nosotras?