Cuando el autobús se detuvo en la Avenida Bolívar

—¡Coño, pana! ¿Qué pasa ahora? —gritó un hombre desde el fondo del autobús, mientras yo sentía el sudor frío resbalarme por la frente. El autobús se había detenido de golpe en plena Avenida Bolívar, justo cuando el reloj marcaba las seis y media de la tarde y la ciudad hervía de gente y bocinazos. Afuera, la lluvia caía con furia, empañando los vidrios y sumando una capa más de desesperación al ambiente.

Yo iba de pie, apretando con fuerza la mochila donde guardaba los papeles que podrían cambiar mi vida: la carta de aceptación a la universidad y el recibo del último pago atrasado de la luz. Mi mamá me había dicho esa mañana, con esa voz cansada que le sale cuando ya no puede más:

—Mariana, si no consigues ese cupo, no sé qué vamos a hacer. Tu hermano necesita medicinas y yo… ya no puedo con todo esto sola.

La voz de la conductora —Doña Carmen, una mujer recia de cabello teñido y mirada dura— retumbó en el pasillo:

—¡Nadie se baja! Hay algo raro adelante…

Un murmullo recorrió el bus. Una señora mayor se persignó. Un niño empezó a llorar. Yo sentí que el corazón me latía tan fuerte que cualquiera podía oírlo. Miré por la ventana y vi a un grupo de motorizados rodeando un carro destartalado. Uno de ellos tenía un arma.

—¡Nos van a robar! —susurró una muchacha a mi lado, apretando su bolso contra el pecho.

En ese instante, todo lo que había estado evitando pensar me golpeó como un puño: ¿y si hoy era el día en que todo salía mal? ¿Y si no llegaba a tiempo a entregar los papeles? ¿Y si perdía la beca? ¿Y si mi hermano se quedaba sin medicinas?

El bus temblaba con cada trueno. Afuera, los motorizados gritaban algo que no alcanzábamos a entender. Doña Carmen cerró las puertas con fuerza y se giró hacia nosotros:

—Tranquilos, no vamos a abrir hasta que pase el peligro. Pero necesito que todos estén pendientes. Si ven algo raro, me avisan.

Un silencio tenso se apoderó del bus. Yo miré a mi alrededor: el señor del fondo seguía maldiciendo, una pareja discutía en voz baja sobre si debían llamar a alguien, y una niña le preguntaba a su mamá por qué la gente estaba tan asustada.

Mi teléfono vibró. Era un mensaje de mi mamá: «¿Llegaste? Tu hermano tiene fiebre otra vez». Sentí las lágrimas arderme en los ojos. No podía fallarles. No podía dejar que todo por lo que habíamos luchado se viniera abajo por culpa de un asalto o un retraso más.

De pronto, una voz masculina rompió el silencio:

—¿Alguien tiene agua? Mi esposa está embarazada y se siente mal.

Una señora sacó una botella medio vacía y se la pasó al hombre, que agradeció con un gesto rápido. La solidaridad brotó como un reflejo: alguien ofreció caramelos, otro compartió su paraguas para tapar una ventana rota. Por un momento, el miedo se transformó en algo distinto: en una especie de comunidad improvisada, todos unidos por la misma incertidumbre.

Pero el peligro seguía ahí afuera. Los motorizados discutían con el conductor del carro detenido; uno golpeó el capó con rabia. Doña Carmen murmuró:

—Esto está feo…

Yo cerré los ojos y recordé la última vez que vi llorar a mi mamá: fue cuando papá nos dejó para irse a Colombia buscando trabajo. Nunca volvió. Desde entonces, todo había sido cuesta arriba: los apagones, las colas para comprar comida, los días enteros sin agua. Y ahora esto: la posibilidad real de perderlo todo por un simple retraso.

El hombre del fondo empezó a gritar:

—¡No podemos quedarnos aquí como idiotas! ¡Nos van a joder!

Doña Carmen le respondió con firmeza:

—Si quiere bájese usted solo, pero yo no abro las puertas.

La tensión subió como la marea antes de una tormenta. Sentí ganas de gritarle al mundo entero que ya estaba harta: harta de tener miedo, harta de luchar sola, harta de sentir que cada día era una batalla perdida.

En ese momento, mi teléfono volvió a vibrar. Era mi hermano menor, Diego:

—Mana, ¿vas a llegar? Tengo frío…

No pude evitarlo: las lágrimas me corrieron por las mejillas mientras respondía con manos temblorosas:

—Sí, Dieguito. Ya voy en camino.

De pronto, uno de los motorizados se acercó al bus y golpeó la puerta con fuerza.

—¡Abran! ¡Rápido!

Doña Carmen dudó un segundo eterno antes de abrir apenas una rendija.

—¿Qué pasa?

—Hay tiros más adelante —dijo el hombre jadeando—. Mejor quédense aquí hasta que pase la policía.

El miedo se transformó en pánico. Alguien empezó a rezar en voz alta. Yo sentí que me faltaba el aire. Pensé en mi mamá, en Diego, en todo lo que podía perder si no salía viva de ahí.

Pero entonces vi algo inesperado: Doña Carmen tomó aire y dijo fuerte para todos:

—Vamos a estar bien. Aquí nadie se queda solo. Si tenemos que esperar toda la noche, lo haremos juntos.

La gente empezó a calmarse poco a poco. Compartimos historias para distraernos: una señora contó cómo había criado sola a sus tres hijos; un joven habló de su sueño de ser médico aunque no tuviera ni para los libros; yo conté sobre mi beca y cómo quería estudiar para sacar adelante a mi familia.

Las horas pasaron lentas como el aceite viejo. Afuera seguía lloviendo y los disparos sonaban cada tanto como recordatorio de nuestra fragilidad. Pero adentro del bus nació algo nuevo: esperanza.

Finalmente, cerca de las diez de la noche, llegó la policía y despejó la avenida. Doña Carmen arrancó el motor y seguimos nuestro camino entre aplausos y lágrimas contenidas.

Cuando por fin bajé del bus frente a mi casa, corrí bajo la lluvia hasta los brazos de mi mamá y Diego. Los abracé fuerte, sintiendo que ese día había cambiado para siempre.

Esa noche no dormí pensando en todo lo vivido. Me pregunté si algún día dejaríamos de vivir con miedo; si algún día podríamos soñar sin sentir culpa o terror por lo que pudiera pasar mañana.

¿Hasta cuándo tendremos que ser valientes solo para sobrevivir? ¿Cuántos sueños más tendrán que esperar en la parada de un autobús detenido por el miedo?