Cuando el cariño se reparte desigual: la historia de una nuera herida

—¿Otra vez vas a pedirme que cuide a Emiliano? Mariana, ya te dije que estoy muy cansada, hija. La edad no perdona—. La voz de mi suegra, doña Carmen, retumbó en la pequeña cocina de su casa en Xalapa, mientras yo sostenía a mi bebé de apenas tres meses en brazos. Sentí cómo se me apretaba el pecho, pero intenté sonreír.

—Es solo por unas horas, Carmen. Tengo que ir al seguro a recoger unos papeles y no puedo llevarlo conmigo—. Mi voz temblaba, pero ella ni siquiera me miró. Siguió removiendo el café, como si mi petición fuera una molestia más en su día.

—No puedo, Mariana. De verdad, ya no tengo fuerzas para andar detrás de un niño. Mejor pídele a tu mamá—. Pero mi mamá vive en Veracruz y no puede venir tan seguido. Carmen lo sabía.

Salí de su casa con Emiliano llorando y yo conteniendo las lágrimas. Mi esposo, Andrés, me abrazó esa noche mientras le contaba lo ocurrido.

—No te preocupes, amor. Ya veremos cómo le hacemos—, me dijo, aunque yo noté la tristeza en sus ojos. Él también esperaba más de su madre.

Pasaron los meses y aprendí a arreglármelas sola. Emiliano creció entre mis brazos cansados y mis noches en vela. A veces veía a Carmen en la iglesia o en el mercado y siempre tenía alguna excusa: que le dolía la espalda, que el azúcar, que la presión. Yo intentaba no juzgarla; después de todo, la edad pesa y cada quien conoce sus límites.

Pero todo cambió cuando Lucía, la hermana menor de Andrés, anunció que estaba embarazada. La noticia fue una fiesta: Carmen lloró de alegría, organizó un baby shower enorme y hasta tejió mantitas para su futura nieta. Yo ayudé en lo que pude, aunque por dentro sentía una punzada amarga.

El día que nació Valentina, Lucía apenas salió del hospital cuando Carmen ya estaba instalada en su casa. Cocinaba, lavaba pañales, cuidaba a la bebé para que Lucía pudiera dormir. Yo veía las fotos en Facebook: Carmen con Valentina en brazos, sonriendo como nunca lo hizo con Emiliano.

Una tarde, fui a dejarle un regalo a Lucía. Toqué la puerta y escuché risas adentro. Cuando entré, vi a Carmen jugando en el piso con Valentina mientras Lucía dormía en el sillón.

—¡Mariana! Qué milagro verte—, dijo Carmen sin levantarse.

—Vine a dejarle esto a Lucía—. Mi voz sonó más fría de lo que quería.

Carmen me miró por fin. —¿Y Emiliano? ¿No lo trajiste?

—Está con Andrés. Hoy él pidió permiso para cuidarlo—.

Hubo un silencio incómodo. Me despedí rápido y salí al patio antes de romper en llanto.

Esa noche le conté todo a Andrés. —¿Por qué con Lucía sí puede y conmigo no? ¿Por qué para nuestra familia nunca hay fuerzas?—

Andrés bajó la mirada. —No sé qué decirte, Mariana. Tal vez porque Lucía es su hija… o porque contigo siente que no tiene esa confianza—.

Pero yo sí sabía: era favoritismo puro y duro. En mi corazón creció una herida difícil de sanar.

Los meses pasaron y la distancia entre Carmen y nosotros se hizo más grande. Emiliano preguntaba por su abuela cuando veía fotos de Valentina en sus brazos.

—¿Por qué abuelita no viene a jugar conmigo?—

No supe qué responderle.

Un día, durante una comida familiar, Emiliano corrió hacia Carmen con un dibujo en la mano.

—¡Mira abuelita! Te dibujé con Valentina y conmigo—.

Carmen sonrió incómoda y apenas le dio un beso rápido en la cabeza antes de volver a atender a Valentina que lloraba en el corralito.

Esa noche exploté. Lloré frente a Andrés como nunca antes.

—Me siento invisible en esta familia. Siento que Emiliano no es suficiente para ella… ni yo tampoco—.

Andrés intentó consolarme pero también estaba herido. Decidimos alejarnos un poco para protegernos del dolor.

Con el tiempo aprendí a no esperar nada de Carmen. Me enfoqué en mi pequeño núcleo: Andrés, Emiliano y yo. Pero cada vez que veía a Carmen presumir a Valentina como si fuera su única nieta, sentía una mezcla de rabia y tristeza imposible de explicar.

Un día, Lucía vino a visitarme sola.

—Mariana… sé que las cosas están raras entre ustedes y mi mamá. Solo quería decirte que yo tampoco entiendo por qué es así contigo. A veces siento culpa… pero tampoco sé cómo cambiarlo—.

La abracé llorando. No era culpa suya ni mía; era una herida vieja que Carmen nunca quiso sanar.

Hoy Emiliano tiene cinco años y pregunta menos por su abuela. Yo he aprendido a ser madre sin red de apoyo, aunque duela ver cómo el cariño se reparte desigual bajo un mismo techo familiar.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han sentido este mismo dolor? ¿Cuántos niños crecen sintiéndose menos importantes solo porque alguien decidió querer más a otro?

¿Ustedes también han sentido alguna vez que el amor familiar no alcanza para todos? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?