Cuando el miedo me enseñó a amar: La historia de Román y Verónica

—¡Román, despierta! —La voz de mi suegra, doña Teresa, retumbó en la madrugada como un trueno. Me levanté de un salto, el corazón golpeando mi pecho. El sudor frío me recorría la espalda antes de entender siquiera lo que pasaba.

—¡Es Verónica! ¡No puede respirar! —gritó Teresa desde el pasillo, con los ojos llenos de lágrimas y el cabello desordenado.

Corrí a la habitación. Verónica, mi esposa, estaba sentada en la cama, pálida como una sábana, luchando por tomar aire. Sus manos temblaban y sus labios se tornaban azulados. No pensé, solo actué: la cargué en brazos y bajé las escaleras casi cayéndome, mientras mi suegra llamaba al taxi porque en nuestro barrio de Ciudad del Este no hay ambulancias que lleguen rápido.

En el hospital, las luces blancas y el olor a desinfectante me golpearon como una bofetada. Los médicos la llevaron corriendo y me dejaron solo en la sala de espera. El reloj marcaba las tres de la mañana. Sentí que el tiempo se detenía y que el mundo se volvía un túnel oscuro donde solo existía el miedo.

Me senté en una silla dura, con la cabeza entre las manos. Recordé cuando conocí a Verónica en la universidad, hace ya quince años. Ella era la chica risueña que vendía empanadas para pagar sus estudios; yo, un estudiante de ingeniería eléctrica que apenas podía mirarla sin tartamudear. ¿Cómo llegamos hasta aquí? ¿Por qué nunca le dije cuánto la amaba realmente?

Las horas pasaron lentas. Doña Teresa rezaba en voz baja, mientras yo repasaba cada discusión tonta, cada vez que preferí quedarme trabajando horas extras en vez de cenar con ella. Me dolía pensar que quizá nunca tendría otra oportunidad para pedirle perdón.

El doctor salió finalmente. Su cara era seria.

—¿Familiares de Verónica González? —preguntó.

—¡Aquí! Soy su esposo —respondí con voz temblorosa.

—Su esposa tiene una insuficiencia respiratoria grave. Necesitamos hacerle más estudios, pero debe quedarse internada. ¿Ella ha tenido problemas de salud antes?

Negué con la cabeza. No sabía nada. ¿Cómo era posible? ¿En qué momento dejé de prestar atención a la mujer que dormía cada noche a mi lado?

Esa noche dormí en una silla junto a su cama, escuchando el pitido constante de las máquinas. Cuando despertó, sus ojos estaban llenos de miedo y lágrimas.

—Román… ¿me voy a morir? —susurró.

Me arrodillé junto a ella y le tomé la mano.

—No, mi amor. No te voy a dejar sola. Vamos a salir de esta juntos.

Pero no estaba seguro de nada. Los días siguientes fueron un infierno: estudios, diagnósticos inciertos, médicos que hablaban en términos técnicos que no entendía. Mi suegra y yo nos turnábamos para cuidarla; mi cuñado Andrés venía cuando podía, pero tenía tres hijos pequeños y poco dinero.

La cuenta del hospital crecía cada día. Yo había perdido mi trabajo hacía dos meses por un recorte en la fábrica y solo hacía changas eléctricas para sobrevivir. El seguro no cubría todo. Una tarde, doña Teresa me miró con dureza:

—Román, ¿y ahora qué vamos a hacer? No tenemos plata para tanto…

Sentí una rabia sorda contra el mundo y contra mí mismo. ¿Por qué no ahorré más? ¿Por qué no busqué otro trabajo antes? Pero sobre todo, ¿por qué di por sentado que Verónica siempre estaría ahí?

Empecé a vender lo poco que teníamos: mi moto, el televisor, hasta las herramientas de trabajo. Mis amigos del barrio hicieron una colecta; mi hermana Lucía mandó algo desde Buenos Aires donde trabaja limpiando casas. Pero no era suficiente.

Una noche, mientras veía dormir a Verónica conectada al oxígeno, me quebré por dentro. Lloré como un niño, en silencio, para que nadie me viera. Me di cuenta de que nunca le había dicho todo lo que sentía; siempre fui duro, poco cariñoso, criado por un padre que decía que los hombres no lloran ni muestran debilidad.

Al día siguiente, cuando ella despertó, le hablé con el corazón en la mano:

—Vero… perdóname por ser tan frío a veces. Por no decirte lo importante que eres para mí. Si sales de esta, te prometo que voy a cambiar…

Ella sonrió débilmente y me apretó la mano.

—Ya cambiaste, Román. Estás aquí conmigo… Eso es lo único que importa ahora.

Pero el destino tenía más pruebas preparadas para nosotros. El diagnóstico final fue duro: fibrosis pulmonar avanzada. El tratamiento era caro y largo; necesitábamos trasladarla a Asunción para ver a un especialista.

La familia se dividió: Andrés quería llevarla a su casa en Encarnación porque allá tenía conocidos médicos; doña Teresa insistía en quedarse en Ciudad del Este porque aquí estaban sus raíces y su iglesia. Yo solo pensaba en salvarla como fuera.

Las discusiones familiares se volvieron frecuentes y amargas:

—¡Vos solo pensás en vos mismo! —me gritó Andrés una tarde—. ¡Si hubieras cuidado mejor a mi hermana no estaríamos así!

—¡Basta! —gritó Verónica desde su cama—. ¡No quiero pelear! Solo quiero estar con Román…

Eso me partió el alma. Por primera vez sentí que ella me elegía a pesar de todo.

Finalmente logramos reunir el dinero para llevarla a Asunción gracias a una campaña solidaria en redes sociales; vecinos y desconocidos donaron lo poco que podían. En el hospital público nos atendieron bien pero con recursos limitados; aprendí a ser paciente y agradecido por cada pequeño avance.

Durante esos meses viví entre hospitales y pensiones baratas; aprendí a cocinar arroz con huevo y a lavar ropa en el baño compartido. Pero también aprendí a mirar a Verónica con otros ojos: ya no era solo mi esposa, era mi compañera de lucha, mi razón para seguir adelante.

Hubo días buenos y días malos; recaídas y pequeñas victorias. A veces soñábamos con volver juntos al barrio y abrir una tiendita; otras veces solo llorábamos abrazados por miedo al futuro.

Una tarde cualquiera, mientras caminábamos despacio por el pasillo del hospital tomados de la mano, ella me miró y dijo:

—¿Sabés qué es lo más triste? Que uno solo valora lo que tiene cuando está a punto de perderlo…

No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte.

Hoy Verónica sigue luchando; su salud es frágil pero su espíritu es fuerte. Yo sigo buscando trabajo fijo y aprendí a decir «te amo» sin vergüenza ni miedo. Nuestra vida no es fácil ni perfecta, pero es real.

A veces me pregunto: ¿Por qué esperamos una tragedia para abrir los ojos? ¿Cuántos de ustedes han dejado pasar los días sin decirle a sus seres queridos cuánto los aman? Ojalá mi historia les sirva para no cometer los mismos errores.