Cuando fingimos no estar: El peso invisible de la abuela

—¡Mamá! ¡Sé que están ahí! —La voz de Lucía retumbaba en el pasillo, cada golpe a la puerta era un latigazo en mi pecho. Mi esposo, Ernesto, me miró con los ojos llenos de miedo y tristeza. Nos habíamos escondido en la oscuridad del apartamento, las persianas cerradas, la televisión apagada, hasta el reloj de pared parecía contener el aliento.

No era la primera vez que Lucía venía sin avisar, trayendo a Emiliano y Sofía, nuestros nietos. Pero esa tarde, después de semanas sin descanso, después de limpiar vómitos, preparar meriendas y escuchar berrinches, sentí que algo dentro de mí se rompía. Me senté en el suelo frío de la cocina y apreté las manos hasta que los nudillos se pusieron blancos.

—¿Y si nos descubre? —susurró Ernesto, su voz temblando como una hoja.

—No digas nada —le respondí—. Solo… solo esta vez.

Escuchamos los pasos de Lucía alejándose, su frustración flotando en el aire como una nube negra. Los niños gritaban: “¡Abu! ¡Abu!” Y yo, por primera vez en mi vida, no sentí alegría al oírlos. Sentí alivio.

Me pregunté cuándo había cambiado todo. Cuando Lucía era pequeña, yo soñaba con tener una casa llena de nietos, con tardes de juegos y risas. Pero la realidad fue otra: Lucía se separó de su esposo hace dos años y desde entonces dejó a los niños con nosotros casi todos los días. Al principio lo hicimos por amor, por ayudarla a salir adelante. Pero poco a poco, nuestra casa dejó de ser nuestro refugio y se convirtió en una guardería improvisada.

—¿Te acuerdas cuando íbamos al parque los domingos? —me preguntó Ernesto una noche mientras recogíamos juguetes del suelo—. Ahora ni siquiera podemos salir a caminar.

Yo asentí en silencio. Había días en que me dolían las piernas de tanto correr detrás de Emiliano. Había noches en que lloraba en el baño para que nadie me escuchara. Pero nunca le dije nada a Lucía. ¿Cómo decirle a tu propia hija que ya no puedes más? ¿Cómo confesarle que el amor se te está desgastando?

Una tarde, mientras Sofía dormía en mis brazos, Lucía llegó temprano del trabajo. Me encontró sentada en el sillón, con la mirada perdida.

—Mamá, ¿estás bien? —me preguntó.

Quise decirle la verdad. Quise decirle que estaba cansada, que necesitaba un respiro, que extrañaba mi vida antes de ser abuela a tiempo completo. Pero solo sonreí y le dije:

—Claro, hija. Solo estoy un poco cansada.

Lucía suspiró y me abrazó. Sentí su peso sobre mis hombros, un peso invisible pero aplastante.

Esa noche discutimos con Ernesto. Él decía que teníamos derecho a descansar, que Lucía debía entenderlo. Yo le respondí que una madre nunca deja de ayudar a sus hijos. Pero en el fondo sabía que él tenía razón.

El día que fingimos no estar en casa fue el punto de quiebre. Me sentí una criminal escondiéndome de mi propia familia. Cuando Lucía se fue, salí al balcón y vi cómo se alejaba con los niños de la mano. Sofía lloraba y Emiliano arrastraba su mochila por la vereda.

Esa imagen me persiguió toda la noche. No pude dormir. Me sentía egoísta y mala madre. Pero también sentía un pequeño alivio por haber tenido unas horas de silencio.

Al día siguiente, Lucía me llamó por teléfono.

—Mamá, ¿ayer estaban en casa? —su voz era suave pero cargada de sospecha.

—No, hija —mentí—. Salimos a hacer unas compras.

Hubo un silencio largo al otro lado de la línea.

—Bueno… ¿pueden cuidar a los chicos hoy? Tengo una reunión importante.

Miré a Ernesto. Él negó con la cabeza.

—Hoy no podemos —le dije—. Estamos ocupados.

Lucía no insistió más, pero su silencio fue más doloroso que cualquier reproche.

Esa tarde salimos a caminar por el parque después de mucho tiempo. Sentí el sol en la cara y el aire fresco llenando mis pulmones. Ernesto me tomó la mano y sonrió por primera vez en meses.

—¿Crees que Lucía nos odie? —me preguntó.

—No lo sé —le respondí—. Pero tenía que hacerlo.

Esa noche recibí un mensaje de Lucía: “Mamá, perdón si te estoy pidiendo demasiado. No sé qué haría sin ustedes.”

Lloré al leerlo. Quise abrazarla y decirle que todo estaría bien, pero también quería gritarle que yo también necesitaba ayuda, que yo también era humana.

En nuestra cultura, ser abuela es casi una obligación sagrada. Nadie habla del cansancio ni del derecho a decir ‘no’. Nos enseñan a darlo todo sin esperar nada a cambio. Pero ¿quién cuida a las abuelas cuando ellas ya no pueden más?

Hoy escribo esto porque sé que no soy la única. Porque sé que hay muchas mujeres como yo, atrapadas entre el amor y el deber, entre la culpa y el deseo de vivir sus propios años dorados.

¿Hasta cuándo vamos a callar este cansancio? ¿Cuándo será legítimo pensar también en nosotras mismas sin sentirnos malas madres o malas abuelas?