Cuando la Casa Deja de Ser Hogar: Historia de una Huida, Confianza y Traición
—¡Mamá, apúrate!— susurró Valentina, mi hija mayor, mientras yo temblaba tratando de meter las llaves en la cerradura. El reloj marcaba las dos de la madrugada y el silencio del barrio solo era interrumpido por los ladridos lejanos y el retumbar de mi corazón. Mi esposo, Julián, dormía borracho en la sala, pero yo sabía que cualquier ruido podía despertarlo y entonces… no quería imaginarlo.
Con las mochilas listas desde hacía días, tomé a mis hijos de la mano y salimos a la calle, descalzos y con el miedo pegado a la piel. Caminamos rápido, casi corriendo, hasta la casa de Camila, mi mejor amiga desde la secundaria. Ella siempre me decía: “Si alguna vez necesitas algo, aquí estoy”. Esa noche necesitaba todo: un techo, un abrazo, un poco de fe.
Toqué la puerta con fuerza, casi llorando. Escuché pasos y después la voz de Camila, baja y nerviosa:
—¿Quién es?
—Soy yo, Sofía… por favor, abre. Estoy con los niños.
Se hizo un silencio largo. Sentí que el frío se metía en mis huesos. Finalmente, la puerta se entreabrió y vi su rostro pálido.
—Sofía… ¿qué pasó?
—No puedo volver a casa. Julián… —no pude seguir hablando; las lágrimas me ahogaban.
Detrás de ella apareció su esposo, Mauricio, con cara de fastidio.
—¿Qué pasa aquí?— preguntó seco.
—Es Sofía… necesita quedarse esta noche.
Mauricio me miró de arriba abajo. Sus ojos eran duros como piedras.
—No podemos meternos en problemas ajenos. Ya sabes cómo es el barrio… y si tu marido viene a buscarte aquí, ¿qué hacemos? No quiero líos.
Camila bajó la mirada. Yo sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
—Por favor… sólo esta noche. Los niños tienen frío…
Mauricio negó con la cabeza y cerró la puerta en mi cara. Camila no dijo nada. Solo escuché el clic del seguro.
Me quedé ahí, abrazando a mis hijos, sintiendo que el mundo se me venía encima. Valentina empezó a llorar bajito. Tomás, mi pequeño de cinco años, preguntó:
—¿A dónde vamos ahora, mami?
No supe qué responderle. Caminamos sin rumbo por calles oscuras de Ciudad del Este, esquivando miradas curiosas y autos que pasaban rápido. Pensé en ir a casa de mi hermana Lucía, pero ella siempre decía que no quería problemas con Julián. “Es tu marido, vos sabrás”, repetía cada vez que le insinuaba lo que pasaba en casa.
Llegamos a una plaza y nos sentamos en un banco. El aire era helado y los niños tiritaban. Saqué una manta vieja de la mochila y los cubrí como pude. Yo no podía dejar de pensar en cómo había llegado a ese punto: una mujer educada, con trabajo —aunque mal pagado—, pero atrapada en una relación donde el miedo era el pan de cada día.
Recordé la primera vez que Julián me gritó delante de los niños. Fue después de perder su empleo en la fábrica. “¡Todo esto es tu culpa!”, me gritó mientras lanzaba un vaso contra la pared. Desde entonces, los gritos se hicieron rutina; los golpes llegaron después. Yo aguantaba por miedo y por vergüenza: ¿qué iban a decir mis padres en Encarnación? ¿Qué iban a pensar mis vecinos?
Esa noche en la plaza vi pasar a una patrulla policial. Dudé unos segundos antes de acercarme. En Paraguay, todos sabemos que la policía muchas veces prefiere no meterse en líos familiares. Pero no tenía opción.
—Oficial… necesito ayuda —dije con voz temblorosa.
El policía me miró cansado.
—¿Qué pasó?
—Mi esposo es violento… tuve que salir con mis hijos…
El oficial suspiró.
—¿No tiene familia? ¿No puede ir a casa de alguien?
Sentí rabia e impotencia.
—Ya intenté… nadie quiere ayudarnos.
El policía habló con su compañero y finalmente nos subieron a la patrulla. Nos llevaron a una comisaría pequeña donde una mujer policía nos dio café caliente y unas frazadas.
Mientras los niños dormían sobre dos sillas juntas, yo miraba el techo descascarado y pensaba en todo lo que había perdido esa noche: mi hogar, mi amiga, mi dignidad. Pero también sentí un pequeño alivio: al menos estábamos vivos.
A la mañana siguiente llamé a mi madre. Me contestó con voz preocupada:
—Sofía… ¿qué pasó?
—Mamá… no puedo volver a casa. Julián…
Ella suspiró largo.
—Hija… yo te dije que ese hombre no era para vos. Pero bueno… venite para acá si querés.
Sabía que no sería fácil: mi madre vive en una pieza alquilada con mi padrastro y apenas tiene para comer. Pero era mejor que nada.
En los días siguientes fui al juzgado para pedir una orden de restricción contra Julián. El proceso fue lento y humillante: tuve que contar mi historia frente a extraños que apenas me miraban a los ojos. Sentí vergüenza cuando una funcionaria me preguntó:
—¿Y por qué no se fue antes?
Quise gritarle que no es tan fácil; que cuando dependés económicamente de alguien y toda tu familia te da la espalda, salir corriendo no es tan simple como parece en las novelas.
Mientras tanto, Camila me mandó un mensaje:
“Perdoname, Sofi… Mauricio no me dejó ayudarte. Espero que estés bien.”
No le respondí. No sabía si algún día podría perdonarla.
En el refugio temporal donde nos alojaron conocí a otras mujeres como yo: Ana venía de Villarrica; su esposo le quemó la ropa porque sospechaba que lo engañaba. Marta llegó con tres hijos desde Asunción; su suegra le decía que aguante por el bien de los niños. Todas teníamos historias parecidas: miedo, soledad y una sociedad que nos juzga más por irnos que por quedarnos.
A veces me pregunto si algún día podré volver a confiar en alguien. Si podré mirar a mis hijos sin sentir culpa por haberlos sacado de su casa en plena noche. Si podré perdonar a Camila o a mi hermana Lucía por darme la espalda cuando más las necesitaba.
Hoy alquilo una pieza pequeña cerca del mercado municipal; trabajo limpiando casas y los niños van a la escuela pública del barrio. No es fácil: cada día es una lucha contra el cansancio y el miedo al futuro. Pero al menos ya no tengo miedo de dormir por las noches.
A veces me encuentro con otras madres en el mercado y hablamos bajito sobre lo difícil que es criar hijos solas en un país donde nadie quiere meterse en problemas ajenos. Donde pedir ayuda es casi un pecado y donde las puertas suelen cerrarse cuando más las necesitas.
Me pregunto: ¿cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto para que algo cambie? ¿Cuántas veces más vamos a mirar para otro lado cuando alguien golpea nuestra puerta pidiendo ayuda?