Cuando la casa se queda muda: Confesiones de una madre sola

—¿Y ahora qué, mamá? —me preguntó Lucía, mi hija menor, mientras cerraba la última maleta en medio del cuarto que compartió con su hermano durante diecisiete años. Su voz temblaba, pero no era por miedo al futuro, sino por la certeza de que algo estaba a punto de romperse para siempre.

No supe qué responderle. Me limité a sonreír, apretando los labios para no llorar. Afuera, el taxi esperaba con el motor encendido. Mi esposo, Ernesto, ya había bajado las cajas y hacía tiempo que no decía nada. Desde que los chicos recibieron las becas para estudiar en la capital, nuestra casa en Córdoba se fue llenando de silencios incómodos y miradas largas.

Cuando el portón se cerró tras ellos y el taxi desapareció entre la polvareda de la calle, sentí que el aire se volvía más pesado. Caminé por la casa como si fuera una extraña: los cuartos vacíos, las paredes llenas de fotos, los platos sin lavar en la pileta. Todo me hablaba de ellos, de sus risas, sus peleas, sus sueños. Me senté en la cama de Lucía y abracé su almohada. Olía a su shampoo de coco. Lloré hasta quedarme dormida.

Desperté con el ruido del teléfono. Era mi hermana, Patricia.

—¿Ya se fueron los chicos? —preguntó sin rodeos.
—Sí —le respondí con voz ronca.
—Bueno, ahora te toca a vos. ¿Qué vas a hacer con tu vida?

Esa pregunta me persiguió durante semanas. Ernesto salía temprano a trabajar y volvía tarde, cada vez más cansado y distante. Yo me quedaba sola en la casa, mirando novelas mexicanas y preparando comidas que nadie comía. Empecé a notar detalles que antes ignoraba: una grieta en la pared del comedor, la gotera en el baño, el jardín lleno de maleza. Todo parecía desmoronarse conmigo.

Un día me animé a abrir el armario donde guardaba los cuadernos de los chicos. Encontré un dibujo que Lucía hizo en primer grado: una familia sonriente bajo un sol amarillo. Yo estaba en el centro, con un delantal rosa y una gran sonrisa. ¿Eso era yo? ¿La mujer que cocinaba y cuidaba? ¿Qué quedaba ahora?

Intenté llenar el vacío con actividades: me inscribí en clases de cerámica en el centro cultural del barrio y fui a misa los domingos. Pero nada me llenaba. Las otras mujeres hablaban de nietos o de viajes a Miami; yo solo pensaba en mis hijos y en todo lo que no les dije.

Una tarde, mientras regaba las plantas, escuché la voz de Ernesto desde la cocina:

—¿Por qué estás tan callada últimamente?
—No sé… —le respondí sin mirarlo—. Siento que ya no tengo nada que hacer acá.

Él suspiró y se sirvió un vaso de vino.

—No sos la única que los extraña —dijo al fin—. Pero tenemos que seguir.

Me dolió su indiferencia. ¿Acaso él no sentía lo mismo? ¿O simplemente era mejor para esconderlo?

Las semanas pasaron y empecé a tener sueños raros: veía a mis hijos pequeños corriendo por la casa, pero cuando intentaba abrazarlos se desvanecían como humo. Me despertaba sudando y con el corazón acelerado. Una noche no aguanté más y llamé a Lucía por videollamada.

—Mamá, estoy bien —me dijo sonriendo desde su cuarto diminuto en Buenos Aires—. No te preocupes tanto por mí.
—No puedo evitarlo —le confesé—. Siento que me falta una parte.
—Vos también tenés derecho a vivir tu vida —me dijo con una madurez que me sorprendió—. Hacé algo para vos.

Colgué sintiéndome egoísta y perdida. ¿Cómo se hace para vivir para uno mismo después de veinte años dedicados a otros?

Un día encontré una carta vieja entre mis cosas: era de mi mamá, escrita poco antes de morir. Decía: “No tengas miedo al silencio; ahí es donde vas a escuchar tu verdadera voz”. Me quedé mirando esa frase largo rato. ¿Cuál era mi voz? ¿Qué quería decirme ese silencio insoportable?

Esa noche enfrenté a Ernesto.

—¿Vos sos feliz conmigo? —le pregunté sin rodeos.
Él me miró sorprendido.
—No sé… últimamente siento que solo compartimos la casa —admitió—. Nos olvidamos de nosotros mismos.

Lloramos juntos por primera vez en años. Hablamos hasta la madrugada sobre nuestros miedos, nuestras frustraciones y lo mucho que nos habíamos perdido como pareja mientras criábamos a los chicos. Decidimos intentar algo nuevo: salir juntos los sábados, aunque fuera solo a tomar un café en la plaza.

Poco a poco, empecé a sentirme menos sola. Me animé a escribir poemas y los leí en un taller literario del barrio. Conocí mujeres como yo: madres que habían perdido su centro cuando los hijos se fueron, pero que estaban aprendiendo a reconstruirse desde las ruinas.

Un día recibí una carta de Lucía:

“Mamá,
Gracias por enseñarme a ser valiente. No tengas miedo al cambio; yo tampoco lo tengo porque sé que vos estás ahí, aunque sea desde lejos.”

Lloré otra vez, pero esta vez fue distinto: sentí alivio, gratitud y una chispa de esperanza.

Hoy mi casa sigue siendo silenciosa, pero ya no me asusta tanto ese silencio. Aprendí a escucharme y a buscar nuevos sentidos para mi vida. A veces extraño el caos de antes, pero también disfruto este tiempo para mí y para reencontrarme con Ernesto.

Me pregunto si todas las madres sienten este vacío cuando los hijos se van… ¿Cómo lo viven ustedes? ¿Es posible reinventarse después del nido vacío o siempre queda esa nostalgia pegada al alma?