Cuando la familia calla: El silencio de los que amamos

—¿Y si hoy tampoco viene nadie? —me preguntó don Ernesto, con la voz temblorosa y los ojos fijos en la puerta blanca del pasillo.

Eran las seis de la tarde y la clínica ya olía a desinfectante y a café recalentado. Yo, Mariana, llevaba el uniforme azul claro y una tristeza que se me pegaba a la piel cada vez que veía a Ernesto mirando el reloj. Tenía 74 años, un ACV lo había dejado con medio cuerpo dormido y la esperanza colgando de un hilo. Su familia prometió venir por él hace una semana, pero cada día era lo mismo: silencio, excusas por teléfono, promesas vacías.

—Seguro hoy sí llegan, don Ernesto —mentí, porque a veces las mentiras son el único analgésico que tenemos los enfermeros.

Me senté a su lado, fingiendo revisar su expediente. Pero en realidad, estaba huyendo de mis propios fantasmas. Porque yo también sabía lo que era esperar a alguien que no llega. Mi mamá se fue cuando yo tenía ocho años, y mi papá se perdió en el alcohol y el resentimiento. Crecí con mi abuela Rosalba en un barrio donde los gritos de las peleas familiares se mezclaban con el ruido de las motos y los vendedores ambulantes.

—¿Usted tiene hijos, Mariana? —me preguntó Ernesto, rompiendo el silencio.

—No, don Ernesto. Pero tengo sobrinos que son como mis hijos —respondí, aunque la verdad es que nunca me atreví a formar una familia propia. El miedo al abandono es un veneno lento.

Esa noche, después de mi turno, caminé hasta la estación del metro con el corazón apretado. Pensé en Ernesto solo en su habitación, mirando la puerta. Pensé en mi abuela, que siempre decía: “La familia es lo único que uno tiene”. Pero ¿qué pasa cuando la familia es también la herida?

Al día siguiente, Ernesto seguía igual: peinado, vestido con su mejor camisa, esperando. Sus hijos llamaron otra vez:

—Disculpe, enfermera. Es que el trabajo está pesado…

—Claro —respondí—. Pero don Ernesto los espera mucho.

Colgué el teléfono con rabia. ¿Cómo podían dejarlo así? ¿No sabían lo que era ver a un padre apagarse poco a poco por culpa del olvido?

Esa tarde, mientras le daba de comer a Ernesto, él me miró con una tristeza tan honda que sentí que me tragaba:

—¿Sabe qué es lo peor? Que uno se acostumbra al silencio. Al principio duele… después solo queda el vacío.

Me mordí los labios para no llorar. Recordé la última vez que vi a mi mamá: estaba de pie en la puerta, con una maleta pequeña y los ojos rojos de tanto llorar. “Perdóname”, me dijo. Pero yo era una niña y no entendía nada. Solo sentí frío.

Esa noche llamé a mi hermana Lucía. Hacía meses que no hablábamos porque discutimos por una tontería: una herencia, unos papeles, viejos rencores.

—¿Lucía? Soy yo… Mariana.

Hubo un silencio largo al otro lado.

—¿Qué pasó?

—Nada… Solo quería saber cómo estabas.

Lucía suspiró. Su voz sonaba cansada:

—Estoy bien. Los niños te extrañan.

—Yo también los extraño —le dije, y sentí que algo se rompía dentro de mí.

Colgué y lloré como hacía años no lo hacía. Me di cuenta de que el silencio también era mi cárcel.

Pasaron los días y Ernesto empeoró. Una infección pulmonar lo dejó sin fuerzas. Sus hijos seguían sin aparecer. Una tarde, mientras le cambiaba el suero, me susurró:

—¿Usted cree que ellos me perdonen algún día?

Me sorprendió la pregunta.

—¿Perdonar qué?

—Fui un mal padre… Trabajaba todo el tiempo, nunca estuve en casa. Ahora entiendo lo que perdí.

No supe qué decirle. Pensé en mi papá, en cómo nunca hablamos de lo que pasó cuando mamá se fue. Pensé en todas las palabras no dichas, en los abrazos negados por orgullo o miedo.

Esa noche escribí una carta para Lucía:

“Perdóname por todo lo que no dije. Por dejar que el orgullo nos separara. No quiero terminar como don Ernesto: esperando a alguien que nunca llega.”

La dejé en su buzón al día siguiente antes del turno. Sentí alivio y miedo al mismo tiempo.

El viernes, Ernesto falleció mientras dormía. Nadie vino por él ese día ni el siguiente. Fui yo quien llamó a sus hijos para darles la noticia. Lloraron por teléfono, pero no vinieron tampoco al funeral. Me tocó a mí ponerle flores y rezar un Padre Nuestro junto al capellán de la clínica.

Esa noche soñé con mi mamá. Me abrazaba y me decía: “El perdón no es para los otros; es para uno mismo”.

Días después, Lucía me llamó:

—Recibí tu carta… ¿Nos vemos este domingo? Los niños quieren verte.

Fui a su casa con miedo y esperanza. Nos abrazamos largo rato sin decir nada. Sentí que algo sanaba dentro de mí.

Ahora entiendo que todos cargamos heridas familiares; algunos las esconden mejor que otros. Pero si no hablamos, si no buscamos perdonar o pedir perdón, terminamos como don Ernesto: solos frente a una puerta cerrada.

A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros vivimos presos del silencio? ¿Cuántos estamos esperando a alguien que nunca llega? ¿Y si hoy fuera el día para romper ese ciclo?