Cuando la fe es lo único que queda: Mi nieta, mi oración y el milagro que no esperaba

—Abuela, ya no quiero seguir—. La voz de Camila temblaba en la penumbra de su cuarto, apenas iluminado por la luz que se colaba desde el pasillo. Sentí un frío recorrerme la espalda, como si el tiempo se hubiera detenido en ese instante. Me senté a su lado, tomándole la mano con fuerza, como si pudiera anclarla a este mundo solo con mi tacto.

—¿Por qué dices eso, mi niña?— pregunté, conteniendo las lágrimas que amenazaban con desbordarse. Ella tenía apenas dieciséis años, pero sus ojos oscuros ya cargaban el peso de una vida entera de dudas y silencios.

Camila era mi nieta mayor, hija de mi hija Lucía, quien trabajaba jornadas dobles en una fábrica de textiles en las afueras de Medellín. Desde que el papá de Camila se fue a Venezuela buscando trabajo y nunca volvió, la niña se había vuelto más callada, más distante. Yo intentaba llenar ese vacío con meriendas calientes y cuentos antes de dormir, pero la tristeza era un monstruo silencioso que se colaba por las rendijas de nuestra casa humilde.

Aquella noche, después de escuchar su confesión, sentí que el mundo se me venía abajo. ¿Cómo podía ayudarla si ni siquiera yo entendía el dolor que la consumía? Me arrodillé junto a su cama y recé en silencio, pidiendo fuerzas para no derrumbarme.

—Camila, ¿quieres que recemos juntas?— le propuse, buscando en la fe ese consuelo que tantas veces me sostuvo cuando la vida me golpeó.

Ella asintió con un leve movimiento. Juntas, entre sollozos y palabras entrecortadas, rezamos un Padre Nuestro. Sentí que cada palabra era una súplica desesperada al cielo para que no me la arrebataran.

Los días siguientes fueron una batalla constante. Lucía llegaba agotada del trabajo y apenas tenía fuerzas para preguntar cómo estábamos. Yo hacía lo posible por mantener la casa en orden y cuidar a mis otros dos nietos pequeños, pero mi mente estaba siempre con Camila. La veía sentada en el patio, mirando al vacío, o encerrada en su cuarto escuchando música triste.

Una tarde, mientras preparaba arepas para la cena, escuché a Lucía discutir por teléfono con su jefe. La despidieron sin previo aviso porque faltó dos días para llevar a Camila al médico. La desesperación se apoderó de ella y rompió en llanto frente a mí.

—Mamá, ¿qué vamos a hacer? No tengo trabajo y Camila está peor cada día—. Su voz era apenas un susurro.

La abracé fuerte. —Vamos a salir adelante, hija. Dios no nos abandona—. Pero en mi interior sentía miedo. ¿Y si esta vez la fe no era suficiente?

Esa noche, mientras todos dormían, salí al patio y miré las estrellas. Me arrodillé sobre el cemento frío y recé como nunca antes lo había hecho. Le hablé a Dios con rabia y dolor:

—¿Por qué permites esto? ¿Por qué mi niña tiene que sufrir así? Dame una señal, ayúdame a salvarla—.

Al día siguiente, una vecina llamada Doña Teresa vino a visitarnos. Había escuchado los gritos y el llanto la noche anterior. Se sentó conmigo en la cocina y me contó que su hijo también había pasado por una depresión profunda.

—No estás sola, Marta—me dijo—. Hay un grupo en la parroquia donde ayudan a jóvenes como Camila. Van psicólogos voluntarios y hacen talleres para las familias. ¿Por qué no van?

Esa tarde convencí a Lucía y juntas llevamos a Camila al grupo de apoyo. Al principio ella no quería hablar ni mirar a nadie, pero poco a poco empezó a escuchar las historias de otros jóvenes que también sentían ese vacío.

Recuerdo especialmente una sesión donde una muchacha llamada Valeria contó cómo intentó quitarse la vida y cómo su abuela la salvó con amor y paciencia. Camila lloró mucho ese día, pero al salir me abrazó fuerte por primera vez en meses.

—Gracias por no rendirte conmigo, abuela—susurró.

Las semanas pasaron y aunque no todo mejoró de inmediato, algo cambió en nuestra casa. Lucía consiguió trabajo limpiando casas y yo empecé a vender empanadas en el barrio para ayudar con los gastos. Camila seguía asistiendo al grupo y poco a poco recuperó las ganas de vivir.

Una noche, mientras cenábamos todos juntos por primera vez en mucho tiempo, Camila tomó mi mano y dijo:

—Abuela, ¿puedes rezar conmigo otra vez?

Sentí una paz inmensa recorrerme el cuerpo. Comprendí que la fe no era una varita mágica para borrar el dolor, sino una luz tenue que nos guía cuando todo parece oscuro.

Hoy Camila está mejor. Sigue luchando cada día contra sus demonios internos, pero ya no está sola. Nuestra familia aprendió a hablar del dolor sin miedo ni vergüenza. Aprendimos que pedir ayuda no es señal de debilidad, sino de valentía.

A veces me pregunto si fue un milagro o simplemente el poder del amor y la comunidad lo que nos salvó. Pero cada vez que veo a Camila sonreír o escucharla cantar mientras ayuda a sus hermanos con las tareas, sé que valió la pena cada oración derramada entre lágrimas.

¿Será que todos necesitamos tocar fondo para descubrir cuán fuerte puede ser nuestra fe? ¿Cuántas familias callan su dolor por miedo al qué dirán? Yo solo sé que si mi historia puede ayudar a alguien más a buscar ayuda o a no rendirse, entonces todo este sufrimiento habrá tenido sentido.