Cuando la fe es lo único que queda: Mi vida entre la esperanza y el miedo

—¡No, doctor, por favor! ¡Dígame que hay algo más que podamos hacer!—. Mi voz temblaba, y sentí cómo el frío del hospital de San Juan de Lurigancho me calaba hasta los huesos. Mariana yacía inconsciente, rodeada de máquinas que pitaban sin compasión. El médico, el doctor Ramírez, bajó la mirada. —Hemos hecho todo lo posible, señor Torres. Ahora solo queda esperar.

Esperar. ¿Cómo se espera cuando la persona que amas está entre la vida y la muerte? Afuera, la noche limeña era un mar de luces lejanas y bocinas, pero dentro de esa sala todo era silencio y miedo. Mi suegra, doña Rosa, rezaba en voz baja, apretando un rosario entre los dedos. Yo nunca fui creyente. Siempre pensé que la vida era cuestión de esfuerzo y suerte, nada más. Pero esa noche, mientras veía a Mariana luchar por cada respiro, sentí que me ahogaba en mi propia impotencia.

Mi hijo, Emiliano, de apenas siete años, dormía en una silla de plástico, abrazando su peluche. No entendía por qué mamá no volvía a casa. Yo tampoco. Me senté junto a él, y por primera vez en mi vida, cerré los ojos y murmuré una oración. No sabía qué decir. Solo pedí que no me la quitaran, que me dieran otra oportunidad de abrazarla, de pedirle perdón por las veces que discutimos por tonterías, por no haberle dicho más veces cuánto la amaba.

Los días siguientes fueron un infierno. Mariana había sufrido una infección generalizada después de una operación de emergencia. Los médicos decían que su cuerpo estaba muy débil. Cada mañana era una montaña rusa: un día parecía mejorar, al siguiente empeoraba. Mi familia se turnaba para acompañarme. Mi madre traía comida casera, pero yo apenas podía tragar. Mi cuñado, Javier, me abrazaba fuerte y me decía: —Hermano, hay que tener fe. Dios no nos va a abandonar—. Yo quería creerle, pero la rabia me carcomía. ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué Mariana?

Una tarde, mientras Emiliano dibujaba en la sala de espera, se me acercó una señora mayor. —¿Usted es el esposo de la señora Mariana?—. Asentí, sin ganas de hablar. Ella se sentó a mi lado y me contó que había perdido a su hijo en ese mismo hospital años atrás. —Yo también maldije a Dios, hijo. Pero aprendí que la fe no es magia, es resistencia. Es confiar cuando todo parece perdido—. Sus palabras me golpearon fuerte. Esa noche, volví a rezar. No pedí milagros, solo fuerzas para seguir.

Las cuentas del hospital crecían cada día. Vendí mi moto, pedí préstamos a amigos y familiares. Mi jefe en la fábrica de textiles me dio unos días más de permiso, pero la presión era insoportable. Una tarde, mientras discutía con el administrador del hospital por la factura, sentí que todo se derrumbaba. Salí corriendo al patio y grité de rabia. Lloré como un niño. Sentí una mano en mi hombro: era el padre José, el capellán del hospital. —No estás solo, hijo. Dios escucha incluso cuando creemos que no—.

Esa noche, al regresar a la habitación de Mariana, vi que Emiliano le había dejado un dibujo en la almohada: una familia sonriente bajo un sol enorme. Me arrodillé junto a la cama y recé en silencio. Sentí una paz extraña, como si alguien me abrazara desde dentro.

Pasaron dos semanas. Mariana seguía en coma, pero un día, mientras le hablaba al oído, vi que movía los dedos. Llamé a la enfermera, casi sin aliento. Los médicos dijeron que era buena señal, pero que había que esperar. Cada pequeño avance era un triunfo: un parpadeo, una lágrima, un suspiro más profundo.

Una noche, mientras le contaba a Mariana cómo Emiliano había aprendido a andar en bicicleta sin rueditas, sentí que apretaba mi mano. —¿Mariana?— susurré, temblando. Sus labios se movieron apenas. Llamé a todos. El doctor Ramírez sonrió por primera vez en semanas. —Está despertando—.

El camino fue largo. Mariana tuvo que aprender a caminar de nuevo, a comer sola. La rehabilitación fue dura y costosa. Pero cada día era un regalo. Emiliano le leía cuentos en la cama, mi suegra cocinaba su sopa favorita, y yo… yo nunca dejé de rezar.

Hoy, dos años después, Mariana está viva. Tiene cicatrices, sí, pero su sonrisa es más luminosa que nunca. Nuestra vida no volvió a ser igual: aprendimos a valorar cada momento, a perdonarnos, a decir «te amo» sin miedo ni vergüenza.

A veces me preguntan si creo en los milagros. No sé si lo que vivimos fue uno. Pero sí sé que la fe y la esperanza nos sostuvieron cuando todo parecía perdido. Aprendí que la oración no siempre cambia las cosas afuera, pero sí transforma lo que llevamos dentro.

¿Y tú? ¿Has sentido alguna vez que la fe te salvó cuando ya no quedaba nada? ¿Qué harías si la vida te pone de rodillas y lo único que puedes hacer es confiar?