Cuando la sangre duele: La codicia de mi hermana casi nos deja en la calle
—¿Por qué necesitas otra casa, Lucía? ¡Ya tienes cuatro! ¿Y mamá y yo, dónde se supone que vamos a vivir? —le grité, con la voz quebrada, mientras sostenía la mano temblorosa de mi madre en la sala de nuestro viejo departamento en el centro de Lima.
Lucía ni siquiera me miró. Se limitó a revisar unos papeles, con esa frialdad que le había nacido desde que empezó a trabajar en bienes raíces. —No es personal, Mariana. Es solo un trámite. Mamá ya está mayor y tú… bueno, tú nunca has sabido aprovechar las oportunidades. Yo sí sé lo que hago con las propiedades.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Mi madre, doña Teresa, apenas podía hablar. Su salud se había deteriorado desde que papá murió hace dos años, y este departamento era lo único que nos quedaba. Lucía, mi hermana mayor, siempre fue la favorita de papá: brillante, ambiciosa, la primera en irse a estudiar a la capital y luego a comprar departamentos como quien compra zapatos en Gamarra.
Yo me quedé en casa. Cuidé a mamá, trabajé en una pequeña librería del barrio y nunca me casé. No porque no quisiera, sino porque la vida no me dio tiempo ni espacio para pensar en mí misma. Ahora Lucía venía a decirnos que necesitaba este departamento para «invertir». Que era mejor venderlo ahora antes de que se «depreciara».
—¿Invertir? ¿En serio, Lucía? ¿Y mamá? ¿Dónde va a dormir? ¿En una caja de cartón? —le espeté, sintiendo cómo se me llenaban los ojos de lágrimas.
Lucía suspiró con fastidio. —Mira, Mariana, no seas dramática. Hay asilos buenos. Yo puedo pagar uno decente para mamá. Tú puedes buscarte un cuarto en algún lado. Ya eres adulta.
Mi madre sollozó bajito. —Lucía… hijita… este es nuestro hogar…
Pero Lucía ya no escuchaba. Se levantó y salió del departamento sin mirar atrás. El portazo retumbó como un disparo en mi pecho.
Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana, mirando las luces de la ciudad y recordando cuando éramos niñas y jugábamos en el pasillo con muñecas hechas de trapos viejos. ¿En qué momento mi hermana se volvió tan fría? ¿Cuándo el dinero se volvió más importante que la familia?
Al día siguiente llegaron los abogados. Un hombre trajeado, con cara de pocos amigos, nos entregó una notificación: Lucía había iniciado el proceso para declarar a mamá «incapaz» de administrar sus bienes y así quedarse legalmente con el departamento. Sentí rabia, impotencia y miedo.
—No te preocupes, hijita —me dijo mamá con voz débil—. Dios ve todo…
Pero yo no podía quedarme de brazos cruzados esperando un milagro. Fui al mercado a buscar a doña Rosa, la vecina que siempre estaba enterada de todo. Me recomendó un abogado del barrio, don Ernesto, que aceptó ayudarnos casi gratis porque conocía a mi padre desde joven.
Durante semanas vivimos entre papeles, audiencias y discusiones familiares. Lucía no volvió a aparecer en persona; solo mandaba mensajes fríos por WhatsApp: “No lo tomes personal, Mariana. Es lo mejor para todos”.
La familia se dividió. Mis tías llamaban para decirme que era una desagradecida por enfrentarme a Lucía; otros me apoyaban en silencio pero no querían meterse en problemas. El barrio murmuraba: “¿Cómo puede una hija querer dejar a su madre en la calle?”
Una tarde, mientras preparaba un café para mamá, escuché su voz temblorosa:
—¿Tú crees que Lucía alguna vez nos quiso de verdad?
No supe qué responderle. Me dolía pensar que tal vez sí… pero que ahora el dinero había cambiado todo.
El día de la audiencia final sentí que el corazón se me salía del pecho. Lucía llegó impecable, con un vestido caro y el cabello perfectamente peinado. Apenas me saludó.
El juez escuchó los argumentos de ambos lados. Don Ernesto habló con pasión sobre el derecho de mi madre a vivir dignamente en su propio hogar; el abogado de Lucía insistió en que era “por el bien económico de la familia”.
Cuando le tocó hablar a mamá, se levantó con dificultad y miró al juez con ojos llenos de lágrimas:
—Señor juez… este departamento no es solo paredes y techo. Aquí crié a mis hijas… aquí enterré a mi esposo… aquí está mi vida entera. Si me lo quitan… me muero.
El silencio fue absoluto.
Al final, el juez falló a nuestro favor: mamá podía quedarse en su casa hasta el último día de su vida. Lucía salió furiosa del juzgado sin despedirse.
Esa noche lloramos abrazadas en el sofá viejo del departamento. No era solo una victoria legal; era la prueba de que aún quedaba algo de justicia en este mundo.
Pero nada volvió a ser igual entre nosotras y Lucía. No volvió a llamarnos ni a visitarnos. A veces veo sus fotos en redes sociales: sonriente frente a edificios nuevos, rodeada de gente elegante… pero sola.
Hoy miro a mamá dormir tranquila y me pregunto si algún día podremos sanar esta herida familiar. ¿Vale la pena pelear por lo material cuando lo más valioso es el amor? ¿Qué harían ustedes si su propia sangre intentara dejarlas sin hogar?