Cuando la verdad duele: Amistad, traición y el secreto de un hijo

—¡Empuja, Mariana, ya casi!— le grité, apretando su mano sudorosa con todas mis fuerzas. El olor a desinfectante y el zumbido de las máquinas llenaban la sala de partos del Hospital General de Ciudad de México. Mariana gritaba, y yo sentía cómo su dolor me atravesaba el pecho. Era mi mejor amiga desde la secundaria; juntas habíamos sobrevivido a huelgas estudiantiles, terremotos y hasta la muerte de su madre. Pero nada me preparó para lo que estaba a punto de descubrir.

Cuando la bebé finalmente lloró, sentí alivio y alegría. El doctor la levantó y la puso sobre el pecho de Mariana. Pero entonces lo vi: un lunar oscuro, perfectamente redondo, justo encima de la ceja izquierda de la niña. Mi corazón se detuvo. Ese lunar era idéntico al de Julián, mi esposo. Y los ojos… grandes, almendrados, con ese tono miel que siempre había admirado en él.

—¿Estás bien, Sofía?— preguntó Mariana, jadeando entre lágrimas y sonrisas.

—Sí… sí, claro— mentí, sintiendo que el mundo se desmoronaba bajo mis pies.

Esa noche no pude dormir. Julián llegó tarde del trabajo y se metió a la cama sin decir palabra. Yo lo observaba en la penumbra, preguntándome si alguna vez lo había conocido realmente. ¿Cómo podía ser tan ciego? ¿Cómo no vi las señales?

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Mariana me enviaba fotos de la bebé, Camila, y yo fingía alegría mientras por dentro me carcomía la duda. Finalmente, no aguanté más y enfrenté a Julián una noche lluviosa, mientras el agua golpeaba los cristales del pequeño departamento que compartíamos en Iztapalapa.

—¿Tienes algo que decirme sobre Mariana?— pregunté con voz temblorosa.

Él me miró confundido al principio, pero luego bajó la mirada. El silencio fue peor que cualquier respuesta.

—¿Es tu hija?— insistí, sintiendo que me ahogaba.

Julián se cubrió el rostro con las manos y asintió apenas.

—Fue solo una vez… después de la boda de su hermana… tú estabas enferma… yo estaba borracho…

No escuché más. Salí corriendo bajo la lluvia, sin paraguas ni rumbo. Caminé por horas hasta que mis pies sangraron y mi alma se rompió en mil pedazos.

Las semanas siguientes fueron un torbellino de dolor y rabia. Mariana intentó llamarme mil veces; yo no contesté ninguna. Mi madre vino desde Puebla para consolarme, pero ni sus abrazos ni sus rezos lograron calmar el vacío que sentía.

En el trabajo apenas podía concentrarme. Mis compañeros notaron mi tristeza, pero nadie se atrevió a preguntar. Solo Don Ernesto, el portero del edificio, me ofreció un café caliente una mañana:

—Mija, a veces la vida nos da golpes para hacernos más fuertes. No te rindas.

Pero yo no quería ser fuerte. Quería regresar el tiempo y borrar esa noche maldita.

Un día recibí una carta de Mariana. No era larga ni dramática; solo decía: “Perdóname. No quise hacerte daño. Camila merece saber quién eres para ella.”

La leí una y otra vez hasta que las lágrimas borraron la tinta.

Pasaron meses antes de atreverme a verlas. Cuando finalmente fui al pequeño departamento donde vivían, Mariana abrió la puerta con los ojos hinchados de tanto llorar.

—Sofía…

No dijimos nada más. Nos abrazamos y lloramos juntas como cuando éramos niñas y el mundo parecía menos cruel.

Vi a Camila jugando en el suelo con una muñeca rota. Me miró con esos ojos miel y sonrió tímidamente.

—¿Quieres cargarla?— preguntó Mariana con voz temblorosa.

Asentí y tomé a Camila en brazos. Sentí su calor, su fragilidad… y algo dentro de mí se rompió y se reconstruyó al mismo tiempo.

—No sé si pueda perdonarte del todo— le dije a Mariana— pero quiero intentarlo… por ella.

La vida siguió, pero nada volvió a ser igual. Julián se fue del departamento poco después; nunca volvimos a hablar realmente. Mis padres me apoyaron como pudieron, aunque en el pueblo las habladurías no tardaron en llegar: “Que si Sofía no supo cuidar a su marido”, “que si Mariana siempre fue una traicionera”.

Aprendí a vivir con las miradas y los susurros. Aprendí a reconstruir mi vida desde cero: cambié de trabajo, empecé terapia y poco a poco recuperé mi dignidad.

Mariana y yo seguimos siendo amigas, aunque ahora hay cicatrices que nunca sanarán del todo. Camila creció sabiendo que tenía dos mamás: una que le dio la vida y otra que le enseñó a perdonar.

A veces me pregunto si hice bien en perdonar. Si fui demasiado blanda o demasiado fuerte. Si alguna vez podré confiar plenamente en alguien otra vez.

Pero cuando veo a Camila correr por el parque con su lunar sobre la ceja y esa sonrisa traviesa que tanto me recuerda a Julián, sé que al menos una cosa hice bien: elegí el amor sobre el rencor.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían una traición así o dejarían atrás todo lo vivido?