Cuando la vida se parte en dos: la historia de Mariana y el eco de la soledad
—¡Ya basta, Mariana! Primero envejeciste y ahora te enfermas. No puedo más, me voy. —La voz de Julián retumbó en la pequeña sala de nuestro departamento en el centro de Guadalajara. El portazo fue tan fuerte que las ventanas temblaron. Me quedé sentada en la mesa de la cocina, apretando el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos.
No supe si llorar o gritar. El diagnóstico de cáncer de mama había llegado esa mañana, como una sentencia inesperada. La doctora me lo dijo con voz suave, pero cada palabra era un golpe: «Hay opciones, Mariana, pero será un proceso largo». Yo solo pensaba en mis hijos, en Julián, en cómo íbamos a salir adelante. Nunca imaginé que él sería el primero en huir.
—¿Mamá? ¿Por qué lloras? —preguntó Sofía, mi hija menor, entrando descalza desde su cuarto.
Me limpié las lágrimas con la manga del suéter y traté de sonreírle.
—Nada, mi amor. Solo estoy cansada.
Pero Sofía tenía once años y ya había aprendido a leer mis mentiras. Se acercó y me abrazó fuerte, como si supiera que ese abrazo era lo único que me mantenía en pie.
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había sacrificado por mi familia: los años trabajando como maestra de primaria, las tardes cocinando para que Julián llegara a casa con olor a guisado recién hecho, las veces que postergué mis sueños para que él pudiera estudiar su maestría. ¿Y ahora? Ahora era una carga.
Al día siguiente, mi hermana Lucía llegó temprano. Siempre fue la fuerte de la familia, la que nunca se casó y cuidó a mamá hasta el final. Me miró a los ojos y supo todo sin que yo dijera una palabra.
—Ese cabrón no te merece —dijo sin rodeos—. Aquí estoy yo. Y tus hijos. Vamos a salir adelante.
Pero no era tan fácil. Las cuentas del hospital empezaron a llegar. Julián dejó de depositar dinero. Mi suegra llamó una vez para decirme que «ojalá no le hiciera daño a los niños con mis dramas». Sentí rabia, impotencia y una soledad tan profunda que dolía físicamente.
Una tarde, mientras esperaba mi turno para la quimioterapia en el Hospital Civil, escuché a otras mujeres hablar entre susurros.
—Mi esposo también se fue cuando supo —dijo una señora con pañuelo azul—. Dicen que los hombres no aguantan vernos así.
—El mío ni siquiera vino al hospital —agregó otra.
Me uní a la conversación y por primera vez sentí que no estaba sola. Éramos muchas las mujeres abandonadas por sus parejas cuando más vulnerables estábamos. Nos reímos entre lágrimas, compartimos recetas para el malestar y hasta chismes del barrio. En ese grupo encontré una nueva familia.
Pero los días eran duros. Sofía empezó a tener pesadillas y mi hijo mayor, Emiliano, dejó de hablarme por semanas. Lo encontré una noche llorando en el baño.
—¿Por qué papá se fue? ¿Es tu culpa? —me preguntó con rabia contenida.
Sentí un nudo en la garganta.
—No lo sé, hijo. Pero te prometo que vamos a estar bien.
No estaba segura de creerlo yo misma.
Un domingo por la tarde, Julián apareció sin avisar. Traía una bolsa con ropa y una expresión cansada.
—Vine por mis cosas —dijo sin mirarme a los ojos—. Ya hablé con un abogado. Quiero el divorcio.
Sofía se aferró a mi pierna y Emiliano salió corriendo al parque. Yo solo asentí, demasiado cansada para discutir.
Cuando Julián se fue, Lucía me abrazó fuerte.
—Llora lo que tengas que llorar, pero no te rompas —me susurró al oído—. No le des ese poder.
Las semanas pasaron entre tratamientos, tareas escolares y noches de insomnio. Aprendí a pedir ayuda: a mi vecina Rosa para cuidar a los niños cuando iba al hospital; al padre Tomás para conseguir despensas; a mis amigas del grupo de quimio para reírnos de nuestras pelucas baratas.
Un día recibí una llamada inesperada: era la directora de la escuela donde trabajaba antes de enfermarme.
—Mariana, sabemos por lo que estás pasando. Queremos organizar una colecta para ayudarte con los gastos médicos.
Lloré como nunca antes. Por primera vez sentí que no estaba sola en esta batalla.
Poco a poco, mis hijos empezaron a sanar conmigo. Emiliano volvió a hablarme y hasta me acompañó a una sesión de quimio. Sofía dibujaba corazones en mis pañuelos y me decía que era «la mamá más valiente del mundo».
Un año después del diagnóstico, los médicos me dieron buenas noticias: el cáncer estaba en remisión. No podía creerlo. Había perdido el cabello, el matrimonio y muchas noches de sueño, pero había ganado algo más valioso: la certeza de que podía sobrevivir incluso cuando todo parecía perdido.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven esto en silencio? ¿Cuántas son abandonadas por quienes prometieron amarlas «en la salud y en la enfermedad»? Mi historia no es única, pero sí es un grito para todas nosotras: no estamos solas.
¿De verdad el amor se acaba cuando más lo necesitamos? ¿O es ahí donde descubrimos quiénes somos realmente? ¿Ustedes qué piensan?