Cuando la vida te da la espalda: La historia de Mariana, madre sola entre las sombras de Ciudad de México
—¡No puedes quedarte aquí, Mariana! ¡Ya causaste suficiente vergüenza!— gritó mi madre, su voz temblando entre rabia y decepción. El eco de sus palabras rebotó en las paredes húmedas de nuestra casa en la colonia Guerrero, y yo, con apenas diecinueve años y una panza de siete meses, sentí que el mundo se me venía encima.
No era la primera vez que discutíamos. Desde que supieron que estaba embarazada y que el padre de mi hijo, Julián, había desaparecido sin dejar rastro, mi familia me miraba como si fuera una mancha imposible de borrar. Mi papá apenas me dirigía la palabra; mis hermanos evitaban cruzarse conmigo. Solo mi abuela, Doña Lupita, me ofrecía un poco de consuelo: “Mijita, la vida es dura, pero tú eres más fuerte. No te dejes vencer”.
Pero esa noche, después de la pelea con mi madre, supe que ya no podía quedarme. Salí con una bolsa de ropa y el corazón hecho trizas. Caminé por las calles oscuras, esquivando miradas curiosas y murmullos. Me senté en una banca del parque Hidalgo y lloré hasta quedarme sin lágrimas. ¿Por qué a mí? ¿Por qué nadie podía entender que yo también tenía miedo?
Los días siguientes fueron un infierno. Dormí en casa de una amiga, Paola, pero su mamá pronto empezó a hacerme sentir incómoda. “Aquí no es hotel”, decía cada vez que me veía. Conseguí trabajo limpiando casas en la Roma Sur; ganaba poco, pero al menos podía comprarme algo para comer y ahorrar para cuando naciera mi hijo.
El parto fue en el hospital general. Sola. Sin nadie que me tomara la mano ni me dijera que todo iba a estar bien. Cuando vi a Emiliano por primera vez, sentí una mezcla de miedo y amor tan grande que casi no podía respirar. Le prometí en silencio que nunca lo abandonaría, que aunque el mundo nos diera la espalda, yo siempre estaría para él.
Regresar a la vida real fue más difícil de lo que imaginé. Encontrar un lugar donde vivir con un bebé era casi imposible. Los caseros no querían madres solteras; decían que éramos problemáticas. Al final, una señora mayor, Doña Carmen, me rentó un cuartito en su azotea. Era pequeño y hacía frío en las noches, pero era nuestro hogar.
La pobreza era una sombra constante. Había días en los que solo tenía para comprar tortillas y frijoles. Emiliano lloraba por leche y yo me sentía la peor madre del mundo. A veces pensaba en regresar a casa de mis padres, pero el orgullo y el miedo al rechazo me detenían.
Un día, mientras limpiaba una casa en Polanco, escuché a las señoras hablar sobre sus hijos: “Mi hijo va a estudiar en Canadá”, “La niña ya habla inglés perfecto”. Sentí una punzada en el pecho. ¿Qué futuro le esperaba a Emiliano? ¿Sería capaz de darle algo mejor?
El tiempo pasó y Emiliano creció sano y fuerte. Era un niño alegre, curioso, con unos ojos enormes como los de Julián. A veces preguntaba por su papá:
—¿Por qué no tengo papá como los demás niños?
Yo tragaba saliva antes de responder:
—Porque somos un equipo tú y yo, hijo. Y los equipos fuertes no necesitan a nadie más.
Pero por dentro me dolía no poder darle respuestas ni un modelo masculino. Me sentía incompleta.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Julián. Decía que quería vernos, que había cambiado y quería conocer a su hijo. Dudé mucho antes de aceptar. Nos citamos en un café cerca del metro Hidalgo. Cuando lo vi llegar, sentí rabia y nostalgia al mismo tiempo.
—Perdón, Mariana —dijo bajando la mirada—. Fui un cobarde.
—Eso ya lo sé —respondí fría—. Pero Emiliano no necesita disculpas; necesita presencia.
Julián intentó acercarse a Emiliano, pero el niño se escondió detrás de mí. No lo reconocía; para él era un extraño más.
Después de ese encuentro, Julián desapareció otra vez. No volví a saber de él.
La vida siguió su curso entre trabajos mal pagados y noches sin dormir por las preocupaciones. A veces pensaba en rendirme, dejarlo todo e irme lejos donde nadie me conociera ni juzgara. Pero cada vez que veía a Emiliano dormir abrazado a su osito viejo, recordaba la promesa que le hice el día que nació.
Un domingo cualquiera, mientras lavaba ropa en la azotea, escuché risas abajo. Era Emiliano jugando con los hijos de Doña Carmen. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz. Tal vez no podía darle lujos ni viajes al extranjero, pero le estaba dando amor y dignidad.
Años después, cuando Emiliano entró a la secundaria con una beca por sus buenas calificaciones, lloré como nunca antes. Me sentí orgullosa de él y también de mí misma por no haberme rendido.
Hoy miro atrás y veo todo lo que hemos superado juntos: el rechazo familiar, la pobreza, la soledad. A veces me pregunto si algún día mis padres entenderán lo difícil que fue para mí o si Julián se arrepiente realmente de habernos dejado solos.
Pero sobre todo me pregunto: ¿Cuántas mujeres más están luchando solas en silencio? ¿Cuántos hijos crecen sin respuestas ni abrazos? ¿Vale la pena cargar con el peso del qué dirán o es mejor vivir fiel a uno mismo?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían a quienes les dieron la espalda o seguirían adelante sin mirar atrás?