Cuando las manos no olvidan: el peso de la vida y la muerte en la sala de partos

—¿Por qué no reacciona?— preguntó la madre de la paciente, su voz quebrada, mientras yo sostenía la mano fría de Ana Lucía. El monitor ya no emitía pitidos, sólo un silencio que me taladraba los oídos. Afuera, los gritos de otros partos se mezclaban con el retumbar de mi propio corazón.

Esa noche, el hospital General de Iztapalapa parecía más lúgubre que nunca. Las luces parpadeaban y el olor a desinfectante era más fuerte, como si intentara borrar lo que acababa de ocurrir. Yo, Mariana Torres, partera desde hace quince años, sentía que mis manos temblaban como si fueran las de una principiante.

Ana Lucía tenía apenas diecinueve años. Llegó con su madre, Doña Rosa, y su esposo, Julián, un muchacho callado que no soltaba su gorra ni para entrar a la sala. Era su primer hijo. Todo parecía ir bien hasta que, de repente, Ana Lucía empezó a sangrar. Mucho. Demasiado. Llamé al doctor Ramírez, pero él estaba en otra emergencia. Las enfermeras corrían de un lado a otro, pero yo era la responsable. Yo debía tomar decisiones.

—¡Mariana, haz algo!— gritó Doña Rosa, aferrándose a mi brazo con una fuerza desesperada.

Intenté todo lo que sabía: compresas, masajes uterinos, oxitocina. Pero la sangre seguía brotando como si nada pudiera detenerla. Ana Lucía me miró a los ojos y susurró: —¿Mi bebé está bien?—

—Sí, mi niña, tu bebé está bien— mentí, porque aún no lo sabía. Pero necesitaba calmarla. Sentí cómo su mano se aflojaba en la mía y su mirada se apagaba poco a poco.

Cuando por fin llegó el doctor Ramírez, ya era tarde. Ana Lucía se había ido. El bebé lloraba en la cuna térmica, ajeno al caos que lo rodeaba.

El resto de la noche fue un torbellino: llenar papeles, consolar a la familia, enfrentar la mirada acusadora de Julián y los sollozos desgarradores de Doña Rosa. No podía dejar de pensar en las palabras de mi abuela: «Las manos de una partera recuerdan cada vida que traen… y cada vida que se les va».

Al día siguiente, la sala de descanso estaba llena de tazas con café frío y miradas esquivas. Nadie quería hablar del tema. El jefe de servicio me llamó a su oficina.

—Mariana, ¿hiciste todo lo posible?—

—Sí, doctor— respondí con voz baja, pero por dentro dudaba. ¿Y si hubiera llamado antes? ¿Y si hubiera insistido más? ¿Y si…?

Salí del hospital con las manos vacías y el corazón hecho trizas. Afuera llovía y los vendedores ambulantes seguían gritando sus ofertas como si nada hubiera pasado.

Esa noche no pude dormir. Cerraba los ojos y veía la cara pálida de Ana Lucía, escuchaba el llanto del bebé y sentía el peso insoportable de la culpa. Mi esposo, Ernesto, intentó consolarme:

—No es tu culpa, Mariana. Hiciste lo que pudiste con lo que tenías.

Pero yo sabía que en los hospitales públicos siempre faltan cosas: medicamentos, sangre, personal. Y las que pagamos somos nosotras, las parteras, las enfermeras… las madres.

Pasaron los días y el caso de Ana Lucía se volvió tema de conversación en todo el hospital. Algunos decían que fue mala suerte; otros murmuraban que yo había cometido un error. Empecé a dudar de mí misma. Cada vez que entraba a una sala de parto, sentía que mis manos temblaban más.

Un día me encontré con Julián en el pasillo. Llevaba al bebé en brazos y me miró con odio.

—Usted me la mató— dijo en voz baja pero firme.

No supe qué responderle. Sólo bajé la cabeza y sentí cómo las lágrimas me quemaban los ojos.

En casa también empezaron los problemas. Mi hija adolescente me reclamaba porque ya no tenía tiempo para ella; mi esposo se cansó de verme ausente y triste; mi madre me decía que debía dejar ese trabajo antes de que me matara por dentro.

Pero yo no podía dejarlo. Sentía que debía seguir luchando por esas mujeres que llegaban solas, asustadas, sin dinero ni apoyo. Mujeres como Ana Lucía.

Un sábado por la tarde fui al panteón donde enterraron a Ana Lucía. Llevé unas flores y me encontré con Doña Rosa sentada junto a la tumba.

—¿Por qué tuvo que pasar esto?— me preguntó entre sollozos.

Me senté a su lado y le tomé la mano.

—No tengo respuestas, Doña Rosa. Sólo sé que lo siento mucho.

Ella me miró con ojos cansados y asintió lentamente.

—Cuide a otras muchachas como cuidó a mi hija— me pidió antes de irse.

Esa noche decidí escribir una carta para Ana Lucía. Le conté todo lo que sentía: culpa, tristeza, rabia por un sistema que nos abandona a todos. Le prometí que seguiría luchando para que ninguna otra mujer muriera así.

Volví al hospital con renovada fuerza. Empecé a exigir mejores condiciones: más insumos, más personal, más capacitación. Me enfrenté a directores y políticos corruptos; organicé talleres para las jóvenes embarazadas del barrio; hablé en radios comunitarias sobre los derechos de las mujeres a un parto digno y seguro.

Algunas colegas me apoyaron; otras decían que estaba loca o que sólo buscaba problemas. Pero yo ya no podía quedarme callada.

Un año después del parto trágico, recibí una carta anónima: «Gracias por no rendirse» decía con letra temblorosa. No sé quién la envió, pero sentí que era Ana Lucía hablándome desde algún lugar.

Hoy sigo trabajando como partera en el mismo hospital. Cada vez que traigo un bebé al mundo pienso en Ana Lucía y en todas las mujeres que han pasado por mis manos.

A veces me pregunto: ¿cuántas vidas caben en unas manos cansadas? ¿Cuánto dolor puede soportar un corazón antes de romperse? ¿Y ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?