Cuando Mariana Cerró la Puerta: El Día Que Perdí a Mi Familia

—¡No me pidas que lo deje todo, Ernesto! —gritó Mariana, con los ojos llenos de lágrimas y la voz rota por el cansancio. La puerta de la recámara tembló cuando la cerró de golpe, dejando un silencio espeso en el pequeño departamento de Toluca donde vivíamos desde hacía tres años.

Me quedé parado en medio del pasillo, con las manos temblorosas y el corazón apretado. Afuera, la lluvia golpeaba los vidrios como si quisiera entrar y arrastrarnos a todos. Nuestra hija, Valeria, de apenas cinco años, se asomó desde su cuarto con su osito de peluche apretado contra el pecho. —¿Mami está enojada? —preguntó con esa inocencia que duele.

No supe qué responderle. Solo atiné a agacharme y abrazarla fuerte, como si así pudiera protegerla del huracán que yo mismo había desatado.

Todo empezó cuando me ofrecieron un trabajo en la Ciudad de México. No era el sueño dorado, pero sí una oportunidad para salir adelante: un puesto en una empresa de logística, con un sueldo que nos permitiría pagar una casa propia y darle a Valeria una mejor educación. Mariana, sin embargo, no quería dejar Toluca. Su mamá estaba enferma y ella sentía que debía quedarse para cuidarla. Además, le aterraba la idea de criar a nuestra hija en una ciudad tan grande y peligrosa.

—Ernesto, aquí tenemos todo lo que necesitamos —me decía cada noche, mientras cenábamos sopa de fideos y escuchábamos las noticias del narco en la televisión—. ¿Por qué quieres arriesgarlo todo?

Pero yo no podía dejar de pensar en el futuro. En cómo Valeria tendría que ir a una escuela pública saturada, en cómo nunca podríamos ahorrar lo suficiente para comprar algo propio. Me sentía atrapado, como si cada día fuera una repetición del anterior, sin esperanza de cambio.

Una noche, después de otra discusión interminable, Mariana me miró con una mezcla de tristeza y rabia. —¿Y si te vas tú solo? —me retó—. A ver cuánto aguantas lejos de nosotras.

No supe qué contestar. Me dolía pensar en separarme de ellas, pero también me dolía quedarme y sentir que estaba fallando como hombre, como proveedor.

Los días pasaron entre silencios incómodos y miradas esquivas. Mariana dejó de hablarme salvo lo indispensable. Valeria empezó a tener pesadillas y a mojar la cama otra vez. Mi suegra empeoró y Mariana pasaba más tiempo en el hospital que en casa.

Una tarde, mientras recogía a Valeria del kínder, recibí una llamada del jefe de recursos humanos. —Ernesto, necesitamos tu respuesta ya. Si no aceptas hoy, le damos el puesto a otro.

Sentí que el mundo se me venía encima. Caminé hasta la parada del camión con Valeria dormida en mis brazos y el teléfono temblando en mi mano. Cuando llegué a casa, Mariana estaba sentada en la mesa con los ojos rojos y una carta entre las manos.

—Mi mamá no va a salir del hospital —me dijo sin mirarme—. Los doctores dicen que es cuestión de días.

Me senté frente a ella y le tomé la mano. —Mariana, yo…

Ella apartó la mano bruscamente. —No quiero hablar más de eso. Si quieres irte a la ciudad, vete. Pero Valeria y yo nos quedamos aquí.

Esa noche no dormí. Caminé por el departamento oscuro, escuchando el tic-tac del reloj y preguntándome si estaba dispuesto a perderlas por un trabajo. Al amanecer, tomé una decisión: aceptaría el empleo y mandaría dinero cada mes hasta que Mariana estuviera lista para mudarse.

Le dejé una nota sobre la mesa: «Te amo. Lo hago por ustedes».

Empaqué una mochila con lo indispensable y salí antes de que despertaran. El camión hacia la Ciudad de México partía a las seis. Mientras avanzábamos por la autopista bajo un cielo gris, sentí que algo dentro de mí se rompía.

Los primeros meses fueron un infierno. El trabajo era agotador y mal pagado; los gastos en la ciudad eran mucho mayores de lo que había calculado. Vivía en un cuarto rentado con otros tres hombres; apenas podía dormir por el ruido del tráfico y los gritos en la calle.

Llamaba a Mariana todas las noches, pero ella casi nunca contestaba. Cuando lo hacía, era solo para decirme que Valeria estaba bien o para pedirme dinero para las medicinas de su mamá.

Un día recibí un mensaje: «Mi mamá murió hoy. No vengas».

Me sentí más solo que nunca. Quise correr de regreso a Toluca, abrazar a mi esposa y a mi hija, pero algo me detuvo: el orgullo o tal vez el miedo a enfrentar las consecuencias de mis decisiones.

Pasaron los meses y Mariana fue alejándose cada vez más. Un día me llamó para decirme que había conseguido trabajo como maestra suplente en una primaria cerca del departamento y que no necesitaba mi dinero.

—Valeria está bien —me dijo—. No preguntes más.

Intenté regresar varias veces los fines de semana, pero siempre encontraba excusas para no hacerlo: el tráfico, el cansancio, el miedo al rechazo.

Hasta que un viernes por la tarde recibí una llamada inesperada: era Valeria.

—Papá, ¿cuándo vienes? Mamá llora mucho cuando cree que no la veo.

Sentí un nudo en la garganta. Esa noche tomé el primer camión a Toluca. Llegué al amanecer y subí corriendo las escaleras del edificio. Toqué la puerta con fuerza, esperando verlas al otro lado.

Pero fue Mariana quien abrió, con los ojos hinchados y el rostro pálido.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó sin emoción.

—Vine por ustedes —le dije—. No puedo más sin ti ni sin Valeria.

Ella me miró largo rato antes de responder:

—Ya es tarde, Ernesto. Aprendimos a vivir sin ti.

La puerta se cerró suavemente esta vez, pero el golpe fue igual de fuerte.

Me quedé parado en el pasillo vacío, escuchando los pasos de Mariana alejándose y la risa lejana de Valeria jugando en su cuarto.

Ahora vivo solo en un cuartito cerca del metro Tacuba. Trabajo todo el día y mando dinero cuando puedo, aunque sé que ya no hace falta. A veces llamo para escuchar la voz de Valeria o para preguntar cómo están, pero casi nunca contestan.

Me pregunto si valió la pena sacrificarlo todo por un sueño que nunca llegó. ¿Cuántos hombres como yo han perdido a su familia persiguiendo algo que tal vez nunca existió? ¿Qué harían ustedes si tuvieran que elegir entre sus sueños y las personas que aman?