Cuando mi hija se fue: Entre el amor y el olvido
—¿Por qué no me llamaste, Camila? —mi voz tembló, apenas un susurro entre el bullicio de la fiesta.
Ella giró apenas, su vestido blanco brillando bajo las luces del salón. Su sonrisa era para él, para Mauricio, su flamante esposo, y para esa familia que la rodeaba como si siempre hubiera pertenecido a ellos. Yo, su madre, me sentía invisible, una sombra en la esquina de su nuevo mundo.
Recuerdo cuando Camila era pequeña y corría a mis brazos después de cada caída. “Mami, sólo tú sabes curar mis rodillas”, decía entre sollozos. Ahora, ni siquiera sabía si seguía siendo su refugio. Desde que Mauricio apareció en su vida, todo cambió. Al principio pensé que era normal, que una hija creciera y buscara su propio camino. Pero nunca imaginé que ese camino la alejaría tanto de mí.
La boda fue un desfile de abrazos ajenos, de risas que no me incluían. La mamá de Mauricio, doña Teresa, me saludó con cortesía, pero sus ojos decían otra cosa: “Ahora ella es nuestra”. Sentí un nudo en el estómago cuando vi a Camila bailando con su suegro, riendo como antes reía conmigo. ¿En qué momento dejé de ser el centro de su universo?
—Mamá, ¿puedes ayudarme con el vestido? —me pidió Camila esa mañana, antes de la ceremonia.
Sus palabras me llenaron de esperanza. Mientras ajustaba los botones en su espalda, quise decirle tantas cosas: que la amaba, que siempre estaría para ella, que tenía miedo de perderla. Pero sólo atiné a besarle el hombro y sonreírle en el espejo.
—Estás hermosa, hija —le dije, conteniendo las lágrimas.
—Gracias, mami —respondió distraída, mirando su celular. Un mensaje de Mauricio iluminó la pantalla y ella se olvidó de mí por completo.
Después de la boda, todo fue silencio. Los domingos familiares se volvieron llamadas perdidas y mensajes sin responder. Cuando por fin contestaba, siempre había una excusa: “Mami, hoy vamos a comer con los papás de Mauricio”, “Mami, tengo mucho trabajo”, “Mami, después te llamo”.
Intenté no ser invasiva. Mi propia madre me había enseñado a soltar a los hijos cuando crecían. Pero nadie te prepara para la soledad que queda cuando tu única hija ya no te necesita. Mis amigas del barrio decían que era normal, que los hijos se van y hacen su vida. Pero yo sentía que algo se rompía dentro de mí cada vez que veía las fotos de Camila en redes sociales: paseos con la familia política, cumpleaños con los suegros, vacaciones en la playa… y yo nunca estaba invitada.
Un día decidí llamarla sin pensarlo mucho.
—Camila, ¿puedes venir a cenar el sábado? Hice tu guiso favorito —dije con voz esperanzada.
—Ay, mami… justo ese día vamos a casa de los papás de Mauricio. ¿Te parece si lo dejamos para otro fin?
Colgué antes de que escuchara mi voz quebrarse. Me senté en la cocina vacía y lloré como cuando era niña y mi papá se fue sin despedirse. El dolor del abandono es un viejo conocido en mi vida.
Mi esposo, Ernesto, intentaba consolarme:
—Dale tiempo, amor. Camila está adaptándose a su nueva vida. No te lo tomes tan personal.
Pero ¿cómo no tomarlo personal si era mi hija? Si yo la crié sola durante años mientras Ernesto trabajaba en el campo y ella era mi compañera inseparable.
Un domingo cualquiera decidí ir a buscarla sin avisar. Caminé hasta el departamento donde vivían. Toqué el timbre con el corazón en la mano. Mauricio abrió la puerta.
—Hola, señora Lucía… ¿Camila está?
—Está en la cocina —respondió él sin mucho entusiasmo.
Entré y vi a Camila preparando una ensalada junto a doña Teresa. Reían como madre e hija. Me sentí una intrusa en mi propia sangre.
—Mamá… no avisaste —dijo Camila sorprendida.
—Quería verte —respondí apenas.
Doña Teresa me ofreció un café y una sonrisa forzada. Me senté en la mesa mientras ellas terminaban de cocinar. Nadie me preguntó nada. Nadie me incluyó en la conversación sobre recetas o anécdotas familiares. Me sentí invisible otra vez.
Al regresar a casa esa noche, Ernesto me abrazó fuerte.
—No te rindas —me dijo—. El amor de madre es paciente.
Pero yo ya no sabía si tenía fuerzas para seguir esperando.
Pasaron semanas sin noticias de Camila. Un día recibí un mensaje: “Mami, ¿puedes cuidar a Luna este viernes? Mauricio y yo tenemos una cena importante”. Luna era su perrita consentida. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo: ¿ahora sólo servía para cuidar mascotas?
Acepté igual. Cuando vino a dejarme a Luna apenas se quedó cinco minutos. No preguntó cómo estaba ni si necesitaba algo. Sólo habló de su trabajo y de lo ocupada que estaba.
Esa noche lloré abrazada a Luna en mi cama vacía.
Un día cualquiera recibí una llamada inesperada:
—Mamá… ¿puedo ir a verte? —la voz de Camila sonaba cansada.
Llegó sola, sin maquillaje ni sonrisas falsas. Se sentó en la mesa y rompió en llanto.
—No sé qué hacer con mi vida… siento que no encajo en ningún lado —confesó entre sollozos.
La abracé fuerte y sentí que por fin volvía a ser su refugio. Le preparé chocolate caliente como cuando era niña y escuché sus miedos: el trabajo exigente, las expectativas de la familia política, la presión por tener hijos pronto…
—A veces siento que te fallé —le dije suavemente—. Que no fui suficiente para retenerte cerca.
Camila me miró con ojos llenos de culpa y ternura.
—Perdón por alejarme tanto… sólo quería hacer las cosas bien con todos —susurró— pero al final siento que me pierdo a mí misma.
Esa noche hablamos hasta tarde. Reímos y lloramos juntas como hacía años no lo hacíamos. Entendí que los hijos no nos pertenecen; sólo los acompañamos un tramo del camino y luego debemos soltarlos… aunque duela.
Hoy sigo extrañando a mi hija todos los días. A veces siento celos de doña Teresa o rabia por las ausencias de Camila. Pero también aprendí a esperar sin exigir y a amar sin condiciones.
¿Será que todas las madres pasamos por este duelo silencioso? ¿Cómo aprendemos a soltar sin dejar de amar? Ojalá alguien allá afuera tenga respuestas…