Cuando mi hija Valentina me enseñó a volar: Un relato de coraje y segundas oportunidades
—¿De verdad vas a dejar todo por pintar? —le grité a Valentina, mi hija, mientras la lluvia golpeaba los ventanales del pequeño apartamento en Chapinero. Ella me miró con esos ojos grandes y oscuros que heredó de su papá, llenos de una determinación que me asustaba y me hacía sentir diminuta.
—Mamá, no puedo seguir viviendo una vida que no es mía —me respondió con voz temblorosa pero firme—. No quiero pasarme los años encerrada en una oficina, revisando papeles que no significan nada para mí.
Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo podía Valentina renunciar a su trabajo en la notaría? ¿A ese sueldo fijo que tanto nos costó conseguir? Yo, que había trabajado toda mi vida como secretaria en una clínica, sabía lo que era luchar por cada peso, por cada oportunidad. Mi esposo, Julián, nos dejó cuando Valentina tenía apenas diez años. Desde entonces, éramos solo ella y yo contra el mundo. ¿Y ahora quería arriesgarlo todo por unos pinceles y unos lienzos?
—¿Y si te va mal? ¿Y si terminas vendiendo cuadros en la calle? —le insistí, casi suplicando—. Aquí no es Europa, hija. Aquí la vida es dura.
Ella bajó la mirada y recogió sus cosas en silencio. Me sentí cruel, pero el miedo era más fuerte que el amor en ese momento.
Esa noche no dormí. Escuché a Valentina llorar bajito en su cuarto y me odié por no poder apoyarla. Recordé cuando yo tenía su edad y soñaba con ser enfermera. Pero la vida, la pobreza y la soledad me obligaron a conformarme con lo que había. ¿Sería justo condenar a mi hija al mismo destino?
Pasaron los días y Valentina cumplió su palabra: renunció a la notaría y empezó a pintar en casa. Los primeros meses fueron difíciles. El dinero apenas alcanzaba y yo tenía que hacer horas extras en la clínica. Los vecinos murmuraban: «La hija de doña Lucía se volvió loca». Mi hermana Rosa me llamaba cada semana para decirme que era una irresponsable por dejar que Valentina «botara su futuro a la basura».
Pero algo empezó a cambiar. Vi a mi hija sonreír como hacía años no lo hacía. Sus cuadros llenaron las paredes de colores y esperanza. Un día, una galería pequeña del centro le ofreció exponer sus obras. Fui a la inauguración con el corazón en la mano, temiendo que nadie llegara. Pero la sala se llenó de jóvenes, artistas y hasta un par de extranjeros curiosos. Vi cómo Valentina hablaba de su arte con pasión y orgullo. Por primera vez sentí que quizás yo era la que estaba equivocada.
Una noche, mientras lavábamos los platos, Valentina me abrazó por detrás.
—Gracias por no echarme de la casa, mamá —me susurró—. Sé que tienes miedo, pero yo también lo tengo. Solo que ya no quiero vivir con miedo toda mi vida.
Sus palabras me atravesaron como un rayo. ¿Cuándo fue la última vez que hice algo solo por mí? ¿Cuándo dejé de soñar?
Un mes después, recibí una noticia inesperada: la clínica iba a cerrar el área donde trabajaba y yo quedaría desempleada. Sentí vértigo, rabia e impotencia. Tenía 52 años y pocas oportunidades laborales. Lloré durante días, sin saber qué hacer.
Valentina me encontró una tarde sentada frente a la ventana, mirando las montañas grises de Bogotá.
—Mamá, ¿por qué no intentas estudiar enfermería? —me dijo con una sonrisa tímida—. Siempre dices que fue tu sueño.
Me reí amargamente.
—Eso es para gente joven, hija. Yo ya estoy vieja para esas cosas.
Pero ella insistió:
—Nunca es tarde para empezar de nuevo. Si yo pude arriesgarme, tú también puedes.
Esa noche no pude dejar de pensar en sus palabras. Recordé las veces que cuidé a los vecinos enfermos, las veces que ayudé a traer niños al mundo en el barrio cuando no había ambulancia. ¿Y si todavía podía hacerlo?
Con miedo y vergüenza, fui a inscribirme en un curso técnico de auxiliar de enfermería en el SENA. Al principio me sentía fuera de lugar entre tantos jóvenes, pero poco a poco fui encontrando mi ritmo. Valentina me ayudaba con las tareas y celebraba cada pequeño logro conmigo.
Los meses pasaron y ambas aprendimos a vivir con menos dinero pero más libertad. A veces discutíamos por tonterías: el desorden de sus pinceles o mi obsesión por ahorrar hasta el último peso. Pero también reíamos más, cocinábamos juntas y soñábamos despiertas.
Un día recibí mi diploma y conseguí trabajo en un centro de salud del sur de Bogotá. No era fácil: largas jornadas, pacientes difíciles, poco sueldo. Pero cada vez que veía a alguien mejorar gracias a mis cuidados sentía que valía la pena.
Valentina vendió su primer cuadro importante a una pareja argentina que visitaba Colombia. Lloramos juntas esa noche, abrazadas como cuando ella era niña.
Hoy miro atrás y entiendo que el coraje de mi hija me salvó del miedo y la resignación. Aprendí que nunca es tarde para buscar nuestra verdadera vocación, aunque el mundo nos diga lo contrario.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo viven atrapadas en el miedo? ¿Cuántos sueños se quedan guardados por temor al qué dirán? Ojalá mi historia sirva para que otras se atrevan a volar, aunque sea con las alas temblorosas.