Cuando mi hijo eligió su propio camino: El valor de dejarlo volar

—¿Estás seguro de lo que estás diciendo, Sebastián? —le pregunté con la voz temblorosa, apretando el borde de la mesa como si así pudiera sostener el mundo que se me venía abajo.

Él me miró con esos ojos oscuros que heredó de su padre, llenos de una determinación que yo nunca tuve. —Mamá, ya no puedo más. No quiero pasarme la vida encerrado en una oficina contando el dinero de otros. Quiero salir, quiero crear, quiero ser fotógrafo.

Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Fotógrafo? ¿Después de todo lo que luchamos para que él tuviera una vida mejor? Pensé en las horas extra que trabajé como enfermera en el hospital de San Juan, en las veces que tuve que pedir fiado en la tienda de doña Rosa para poder comprarle los útiles escolares. Todo para que él tuviera una carrera, un futuro seguro. Y ahora, él quería dejarlo todo por una cámara.

—¿Y tu departamento? ¿Y el carro que apenas terminaste de pagar? ¿Y tu seguro médico? —le disparé las preguntas como si fueran balas, esperando que alguna lo hiciera recapacitar.

Sebastián suspiró y bajó la mirada. —No quiero vivir con miedo, mamá. No quiero arrepentirme cuando sea viejo.

Me quedé callada. No supe qué decirle. Me sentí traicionada, sí, pero también asustada. Porque en el fondo, yo también había tenido sueños alguna vez. Pero los guardé en un cajón y eché llave. Porque así era la vida para una mujer como yo en Monterrey: primero los hijos, después uno misma.

Los días siguientes fueron un infierno. Sebastián renunció al banco y empezó a salir con su cámara vieja a recorrer las calles. Yo apenas podía mirarlo a los ojos. En casa se sentía el silencio como una nube espesa. Mi hermana Lucía me llamaba todos los días para decirme que lo dejara ser, que los tiempos habían cambiado. Pero yo no podía dejar de pensar en el qué dirán, en lo que diría mi difunto esposo si estuviera vivo.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a Sebastián hablando por teléfono en el patio.

—Sí, sí puedo cubrir la boda este sábado… No se preocupe, señora Martínez, voy a hacer que sus fotos sean inolvidables…

Me asomé por la ventana y lo vi sonriendo. Hacía mucho que no lo veía así. Me dolió el pecho, como si algo se rompiera dentro de mí.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si yo había sido feliz alguna vez o si solo había sobrevivido. Recordé cuando era joven y quería ser escritora. Pero mi madre me dijo que eso no daba de comer y terminé estudiando enfermería porque era lo más práctico.

Pasaron los meses y Sebastián empezó a tener más trabajo del que podía manejar. Sus fotos salieron en una revista local y hasta lo invitaron a exponer en la Casa de la Cultura. Un día llegó a casa con una sonrisa enorme y me mostró un sobre lleno de billetes.

—Mamá, te invito a cenar donde tú quieras —me dijo abrazándome.

No pude evitar llorar. Por primera vez sentí orgullo y miedo al mismo tiempo. Orgullo porque mi hijo estaba logrando lo que quería; miedo porque yo nunca me atreví a hacerlo.

Un año después, mi salud empezó a fallar. El hospital donde trabajaba cerró por falta de fondos y me quedé sin empleo a los 58 años. Me sentí inútil, perdida. Sebastián fue quien me sostuvo.

—Mamá, ¿por qué no escribes? Siempre me contabas historias increíbles cuando era niño…

Me reí nerviosa. —Eso es para gente joven…

—¿Y quién dice eso? —me retó—. Atrévete, mamá. Hazlo por ti.

Esa noche abrí un cuaderno viejo y empecé a escribir mi historia. Al principio fue difícil; las palabras salían torpes, llenas de miedo. Pero poco a poco fui recordando quién era antes de ser solo mamá o enfermera.

Sebastián me ayudó a crear un blog y pronto empecé a recibir mensajes de otras mujeres que se sentían igual que yo: invisibles, cansadas, llenas de sueños guardados bajo llave.

Un día recibí un correo de una editorial pequeña en Guadalajara interesada en publicar mis relatos. No lo podía creer. Lloré como una niña y Sebastián me abrazó fuerte.

—¿Ves mamá? Nunca es tarde para empezar de nuevo.

Ahora entiendo a mi hijo. Entiendo su valentía y su necesidad de buscar su propio camino aunque dé miedo. Aprendí que la seguridad es importante, pero vivir con miedo es peor.

A veces me pregunto: ¿cuántos sueños dejamos morir por miedo al qué dirán? ¿Cuántas vidas no vivimos por temor a equivocarnos? ¿Y si hoy fuera el primer día del resto de tu vida… te atreverías a cambiar?