Cuando mi hijo se volvió un extraño: la historia de una madre mexicana
—¿Por qué ya no me visitas, Emiliano? —le pregunté una tarde, con la voz quebrada, mientras el sol caía sobre la Ciudad de México y las sombras se alargaban en la sala.
Él evitó mi mirada, como si las palabras le pesaran en la boca. —Mamá, tengo mucho trabajo… y sabes que ahora con Mariana todo es diferente. Hay cosas que atender en la casa.
Sentí un nudo en la garganta. Emiliano siempre había sido mi compañero, mi confidente. Desde que su papá nos dejó cuando él tenía apenas ocho años, fuimos los dos contra el mundo. Recuerdo las noches en que hacíamos quesadillas juntos y él me contaba sus sueños de ser ingeniero, de viajar, de tener una familia. Yo le prometía que siempre estaría a su lado, pase lo que pase.
Pero ahora, después de su boda con Mariana, todo cambió. Mariana es una buena muchacha, no lo niego, pero desde el principio sentí que no me quería cerca. Cuando iba a su departamento en la colonia Narvarte, me recibía con una sonrisa tensa y enseguida encontraba un pretexto para irse a la cocina o encerrarse en el cuarto. Emiliano parecía no notarlo, o no quería notarlo.
Al principio pensé que era normal, que necesitaban tiempo para adaptarse a su nueva vida. Pero las llamadas se hicieron menos frecuentes. Las visitas, casi inexistentes. En Navidad, me invitaron a cenar pero sentí que sobraba. Mariana apenas me dirigió la palabra y Emiliano estaba nervioso, como si temiera que yo dijera algo fuera de lugar.
Una tarde de domingo, decidí enfrentar la situación. Fui a su casa sin avisar, llevando un pastel de tres leches que siempre le gustó a Emiliano. Mariana abrió la puerta y puso cara de sorpresa.
—¡Hola, señora Lucía! Qué… qué sorpresa verla por aquí —dijo, mirando hacia adentro como si buscara ayuda.
—Vine a ver a mi hijo —respondí con una sonrisa forzada—. Traje pastel.
Emiliano salió del cuarto y al verme se tensó. —Mamá, ¿por qué no avisaste? Hoy íbamos a salir…
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. —Solo quería verte un rato, hijo. Hace semanas que no hablamos bien.
Mariana intervino enseguida: —Es que justo hoy teníamos planes con unos amigos…
Me quedé parada en la entrada, con el pastel en las manos, sintiendo cómo la vergüenza me quemaba las mejillas. Emiliano me miró con lástima y eso fue peor que cualquier rechazo.
—Mamá, mejor te llamo en la semana, ¿sí? —dijo él, bajando la voz.
Salí de ahí sintiéndome más sola que nunca. Caminé por las calles llenas de vendedores ambulantes y familias riendo en los parques, preguntándome en qué momento mi hijo se había convertido en un extraño.
Los días pasaron lentos. Mis amigas del club de costura me decían que era normal, que los hijos crecen y hacen su vida. Pero yo sentía que algo más pasaba. Recordaba cuando Emiliano me defendía de los chismes de las vecinas o cuando me ayudaba a cargar las bolsas del mercado sin que yo se lo pidiera. ¿Dónde quedó ese niño?
Una noche recibí una llamada inesperada. Era Emiliano.
—Mamá… ¿puedo ir a verte?
Mi corazón dio un brinco. Preparé su comida favorita: enchiladas verdes y arroz rojo. Cuando llegó, lo vi más delgado y ojeroso.
—¿Todo bien? —pregunté con cautela.
Se sentó frente a mí y bajó la mirada. —Mamá… Mariana y yo hemos estado discutiendo mucho. Ella dice que paso demasiado tiempo pensando en ti… que debería concentrarme en nuestra familia.
Sentí una mezcla de alivio y culpa. —Hijo, yo no quiero causarte problemas… Solo extraño cómo éramos antes.
Él suspiró. —Yo también te extraño, pero siento que si te busco más seguido Mariana se molesta… Y no quiero perderla tampoco.
Me dolió escucharlo tan dividido. Le tomé la mano y le dije: —No tienes que elegir, Emiliano. Solo quiero saber que estás bien… Que no me has olvidado.
Se quedó callado un rato largo. Luego se levantó y me abrazó fuerte, como cuando era niño y tenía miedo a las tormentas.
Después de esa noche, las cosas no mejoraron mucho. Emiliano seguía distante; Mariana cada vez más fría conmigo. Un día escuché por casualidad a Mariana hablando por teléfono en el mercado:
—Es que su mamá no entiende límites… Siempre quiere meterse en todo —decía con voz molesta.
Sentí rabia e impotencia. ¿Acaso era tan mala suegra? ¿Tan mala madre?
Intenté alejarme un poco para no causar más problemas, pero eso solo hizo que Emiliano se alejara más también. Me refugié en mis plantas y mis novelas, pero nada llenaba el vacío.
Un día recibí una noticia inesperada: Mariana estaba embarazada. Pensé que tal vez eso nos uniría de nuevo; soñé con cuidar a mi nieto, enseñarle canciones y recetas como hice con Emiliano.
Pero cuando nació la pequeña Valeria, apenas me dejaron verla en el hospital. Mariana puso mil pretextos para no dejarme visitarla en casa.
—La niña está resfriada…
—Hoy tenemos visita…
—Estamos muy cansados…
Pasaron meses antes de poder cargarla en mis brazos. Cuando por fin lo hice, sentí una mezcla de alegría y tristeza tan profunda que lloré frente a todos sin poder evitarlo.
Emiliano me abrazó y me susurró: —Perdóname, mamá…
No sé si algún día volveremos a ser como antes. A veces pienso que la vida me está enseñando a soltar lo que más amo para dejarlo crecer por su cuenta. Otras veces siento rabia por haber dado tanto y recibir tan poco ahora.
¿Será cierto eso de que los hijos solo nos prestan su amor por un tiempo? ¿O será que el verdadero amor de madre consiste en aprender a dejar ir incluso cuando duele?