Cuando mi suegra quiso controlar la Navidad: El año que me negué a cocinar el bacalao
—¡Mariana, no vayas a olvidar remojar el bacalao desde hoy!— gritó Doña Carmen desde la cocina, su voz retumbando por toda la casa como si fuera la mismísima dueña del universo. Yo estaba en el patio, tratando de encontrar un momento de paz entre el bullicio de los niños y el calor pegajoso de diciembre en Veracruz. Cerré los ojos y respiré hondo, sintiendo cómo la presión me apretaba el pecho.
Desde que me casé con Alejandro, su madre se había convertido en una sombra omnipresente en nuestras vidas. Pero en Navidad, esa sombra se volvía tormenta. El año pasado, después de horas de trabajo y nervios, el bacalao se me quemó. Doña Carmen no perdió oportunidad para recordármelo cada vez que podía, con ese tono entre burla y lástima que tanto detesto.
—No te preocupes, Carmen, este año yo me encargo del postre— respondí, intentando sonar tranquila. Pero ella ni me miró. —No, Mariana. El bacalao es tradición. Y este año lo harás bien porque yo voy a estar aquí contigo— sentenció, como si fuera una orden militar.
Alejandro entró justo en ese momento, con la camisa empapada de sudor y una sonrisa nerviosa. —¿Todo bien aquí?— preguntó, sabiendo perfectamente que no lo estaba. Lo miré suplicante, pero él solo bajó la mirada y se fue al cuarto a cambiarse.
Esa noche no pude dormir. Me revolvía en la cama pensando en todas las veces que había cedido ante mi suegra: los cumpleaños de los niños organizados a su manera, las comidas familiares donde mi opinión no contaba, las críticas veladas sobre mi forma de criar a mis hijos. Sentí rabia, tristeza y un cansancio profundo. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué nadie me defendía?
A la mañana siguiente, mientras preparaba café, mi hija Sofía se me acercó en silencio. —¿Mami, por qué siempre estás triste cuando viene la abuela?— Me quedé helada. No quería que mis hijos crecieran pensando que era normal dejarse pisotear.
Esa fue la gota que derramó el vaso. Cuando Doña Carmen llegó con su bolsa llena de ingredientes y su delantal bordado con su nombre, la esperé en la cocina.
—Carmen, este año no voy a cocinar el bacalao— le dije firme, mirándola a los ojos por primera vez sin miedo.
Ella se quedó callada unos segundos. —¿Cómo que no?—
—No quiero hacerlo. No me siento cómoda. Si quieres prepararlo tú, adelante. Pero yo no voy a hacerlo más.—
El silencio fue tan pesado que sentí que el aire se podía cortar con cuchillo. Alejandro apareció en la puerta, pálido como papel.
—¿Qué está pasando aquí?—
—Tu esposa dice que no va a hacer el bacalao— respondió su madre con voz temblorosa.
—Mariana…— empezó Alejandro, pero lo interrumpí.
—Estoy cansada de sentirme menos en mi propia casa. Cansada de que nadie me apoye. Esta Navidad quiero disfrutarla con mis hijos, no pasarla llorando en la cocina.—
Doña Carmen soltó una carcajada amarga. —¡Qué delicada! En mis tiempos una mujer aguantaba todo por la familia.—
—Pues yo no quiero eso para Sofía ni para mí.—
La discusión subió de tono. Mi cuñada Lucía llegó corriendo desde el patio al escuchar los gritos. —¡Ya basta!— gritó ella también. —Siempre es lo mismo cada Navidad.—
De pronto todos hablaban al mismo tiempo: Carmen llorando porque sentía que perdía el control de su familia; Alejandro pidiéndome que cediera «por esta vez»; Lucía confesando que ella también estaba harta de las imposiciones; los niños asomándose asustados por el pasillo.
Fue un caos. Pero en medio del caos sentí algo nuevo: libertad. Por primera vez dije lo que sentía sin miedo a las consecuencias.
Esa noche cenamos tamales y ensalada de manzana porque nadie tuvo ánimos de preparar el famoso bacalao. Doña Carmen se encerró en su cuarto y no salió hasta el día siguiente. Alejandro y yo hablamos largo rato después de acostar a los niños. Le conté todo lo que sentía desde hace años y él, por fin, me escuchó sin interrumpirme.
Pasaron días antes de que las aguas volvieran a su cauce. Carmen empezó a hablarme poco a poco, primero con monosílabos y luego con frases completas. Un día me sorprendió preguntándome si podía enseñarle a hacer mi pastel de tres leches para el cumpleaños de Sofía.
No fue fácil reconstruir la relación, pero algo cambió esa Navidad: aprendí a poner límites y a defender mi lugar en la familia. Mis hijos me vieron fuerte y Alejandro entendió que tenía que apoyarme más.
Ahora cada vez que huelo bacalao pienso en esa noche caótica y liberadora. Me pregunto cuántas mujeres en Latinoamérica viven lo mismo cada Navidad: ¿Cuántas veces hemos callado para evitar conflictos? ¿Cuándo fue la última vez que defendiste tu felicidad frente a las tradiciones familiares?