Cuando solté su mano: la historia de una mujer que siempre luchó por su matrimonio
—¿Otra vez vas a salir, Ernesto? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras él buscaba las llaves en el cajón de la cocina.
No me miró. Solo murmuró algo sobre el trabajo y el calor sofocante de la casa. La puerta se cerró tras él y el eco retumbó en mi pecho. Me quedé parada en medio del comedor, con las manos apretadas y el corazón hecho un nudo. Era la tercera vez esa semana que se iba sin decir adiós, sin mirarme a los ojos, como si yo fuera invisible.
Me llamo Mariana y vivo en un barrio popular de Monterrey. Llevo quince años casada con Ernesto. Cuando nos conocimos, él era todo risas y promesas. Me enamoré de su forma de soñar, de cómo me hacía sentir que juntos podíamos contra el mundo. Pero los años pasaron, llegaron los hijos, las cuentas, los problemas. Y Ernesto cambió. O tal vez fui yo la que cambió, no lo sé.
Lo que sí sé es que durante mucho tiempo fui yo la que sostuvo nuestro matrimonio. Yo era la que buscaba las palabras cuando él callaba, la que pedía perdón aunque no tuviera culpa, la que inventaba excusas para justificar su mal humor. Mis amigas me decían: «Mariana, no puedes cargar sola con todo». Pero yo no quería rendirme. Pensaba en mis hijos, en mi mamá —que siempre decía que el matrimonio es para toda la vida— y en ese miedo terrible a quedarme sola.
Recuerdo una noche especialmente dura. Habíamos discutido por dinero —otra vez— y Ernesto se encerró en el cuarto. Yo me senté en la sala, abrazando una almohada, escuchando el zumbido de los autos afuera y el llanto ahogado de mi hija menor en su cuarto. Me levanté, fui hasta la puerta y toqué suavemente.
—Ernesto, ¿podemos hablar?
Silencio.
—Mira, yo solo quiero que estemos bien…
Nada. Solo el sonido del ventilador girando lento.
Así eran nuestras peleas: él se encerraba y yo insistía hasta desgastarme. Al día siguiente, como siempre, preparaba café y le ponía azúcar extra —como le gusta— esperando que eso fuera suficiente para empezar de nuevo.
Pero un día me cansé. No fue una pelea grande ni un grito. Fue una tarde cualquiera, mientras lavaba los platos y veía por la ventana a los niños jugando en la calle. Sentí un vacío tan grande que me asusté. Me di cuenta de que había perdido mi risa, mis ganas de salir con amigas, hasta mis sueños. Todo lo había dejado por intentar salvar algo que solo yo sostenía.
Esa noche, cuando Ernesto llegó tarde y ni siquiera preguntó cómo estaba, no dije nada. No busqué su mirada ni preparé café al día siguiente. Empecé a hacer cosas para mí: salí a caminar con mi vecina Lucía, retomé mis clases de costura y hasta me animé a ir al cine sola un sábado por la tarde.
Al principio Ernesto no pareció notarlo. Pero poco a poco empezó a cambiar algo en él. Una noche llegó temprano y me preguntó si quería cenar juntos. Otra vez me trajo flores —las primeras en años— y hasta se ofreció a ayudar con las tareas de los niños.
—¿Te pasa algo? —me preguntó una noche mientras doblábamos ropa juntos.
Lo miré a los ojos por primera vez en mucho tiempo.
—Solo estoy cansada, Ernesto. Cansada de luchar sola.
Él bajó la mirada y se quedó callado un rato largo.
—Nunca me di cuenta… Pensé que todo estaba bien porque tú siempre lo arreglabas todo —dijo al fin, con una voz que no le conocía.
No supe qué responderle. Por primera vez sentí que él estaba viendo mi dolor, mi esfuerzo invisible.
Las semanas siguientes fueron diferentes. Ernesto empezó a buscarme más, a preguntarme cómo me sentía, a escucharme sin interrumpir. Pero yo ya no era la misma. Había aprendido a ponerme primero, a decir «no» cuando algo no me hacía bien.
Un domingo por la tarde, mientras tomábamos café en el patio, Ernesto tomó mi mano.
—¿Crees que todavía podemos salvar esto?
Miré nuestras manos entrelazadas y pensé en todo lo que habíamos pasado: las noches de insomnio, los cumpleaños olvidados, las risas perdidas…
—No lo sé —le respondí con honestidad—. Pero si vamos a intentarlo, tiene que ser juntos esta vez.
Él asintió y vi lágrimas en sus ojos. Por primera vez sentí esperanza, pero también miedo. Porque ahora sabía que no podía volver a cargar sola con todo.
Hoy sigo aquí, aprendiendo a soltar poco a poco. A veces Ernesto recae en sus silencios y yo en mis ganas de arreglarlo todo. Pero ya no soy la misma Mariana de antes. Ahora sé que merezco ser escuchada y amada sin tener que mendigarlo.
Me pregunto cuántas mujeres allá afuera están luchando solas por un amor que debería ser compartido… ¿Cuántas veces más tenemos que soltar para que nos tomen en serio? ¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que eras la única sosteniendo tu relación?