Cuarenta años después: el reencuentro con mi primer amor

—¿Por qué viniste, Lucía? —me preguntó mi hermana menor apenas crucé la puerta de la casa de mamá, en ese pueblo polvoriento del Valle del Cauca donde todo parece detenido en el tiempo.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que después de cuarenta años, el corazón todavía puede temblar ante la idea de ver a alguien? Que hay heridas que nunca cierran del todo, aunque uno se esfuerce en enterrarlas bajo capas de rutina y años.

Julián fue mi primer amor. Lo conocí en el colegio, cuando yo tenía dieciséis y él diecisiete. Era el chico rebelde, el que llegaba tarde a clases con la guitarra colgada al hombro y los zapatos llenos de polvo. Yo era la hija mayor de una familia estricta, la que sacaba buenas notas y nunca levantaba la voz. Pero cuando Julián me miró por primera vez, sentí que el mundo se abría bajo mis pies.

Nos enamoramos en secreto. Escribíamos cartas que escondíamos entre las páginas de los libros de historia, nos escapábamos al río después de clases y soñábamos con una vida lejos del pueblo, donde nadie pudiera juzgarnos. Pero mi papá tenía otros planes para mí. Quería que estudiara derecho en Cali y me casara con un muchacho «de buena familia». Julián, con su pelo largo y sus ideas de cambiar el mundo, no era bienvenido en nuestra casa.

Una noche, después de una pelea especialmente dura con mi papá, Julián me propuso huir juntos. Yo dudé. Tenía miedo. No quería decepcionar a mi mamá ni dejar a mis hermanos pequeños. Al final, no fui. Julián se fue solo a Bogotá y yo me quedé, atrapada entre el deber y el deseo.

Pasaron los años. Me casé con un hombre bueno pero distante, tuve dos hijos y trabajé como abogada en Cali. La vida siguió su curso, pero cada tanto, cuando escuchaba una canción vieja o veía una guitarra en una vitrina, pensaba en Julián. ¿Qué habría sido de él? ¿Me habría olvidado?

Hace dos semanas recibí la llamada de mi hermana: «Lucía, Julián está aquí. Vino al pueblo por el aniversario del colegio». Sentí un vuelco en el estómago. Dudé en venir, pero algo más fuerte que la razón me trajo de regreso.

La primera vez que lo vi después de tanto tiempo fue en la plaza principal. Estaba sentado en una banca, con el cabello ya canoso pero la misma sonrisa traviesa. Me acerqué temblando.

—Hola, Julián —dije apenas por encima de un susurro.

Él me miró largo rato antes de responder.

—Lucía… cuánto tiempo.

Nos quedamos en silencio. El bullicio del mercado parecía lejano. Quise abrazarlo, pero algo en su mirada me detuvo. Ya no era el muchacho soñador; había una tristeza nueva en sus ojos.

—¿Cómo has estado? —pregunté torpemente.

—Bien… supongo. La vida no fue como la imaginé —respondió encogiéndose de hombros—. ¿Y tú?

Quise decirle tantas cosas: que a veces me arrepiento de no haberme ido con él, que mi matrimonio fue más soledad que compañía, que nunca dejé de pensar en nosotros. Pero solo dije:

—Sobreviví.

Caminamos por el pueblo recordando viejos tiempos. Me contó que trabajó como músico en bares de Bogotá, que tuvo amores y desamores, que perdió a su madre hace poco y por eso volvió al pueblo. Yo le hablé de mis hijos, de mi trabajo y del vacío que sentía desde hacía años.

Esa noche nos encontramos otra vez junto al río donde solíamos escondernos de adolescentes. El agua seguía corriendo igual, pero nosotros éramos otros.

—¿Te acuerdas cuando juramos que nunca dejaríamos que nadie nos separara? —preguntó Julián con una sonrisa triste.

—Éramos tan ingenuos —respondí—. Pensábamos que el amor podía con todo.

—¿Y no puede? —insistió él.

No supe qué decirle. El silencio entre nosotros era ahora más pesado que cualquier palabra.

Al día siguiente, mi familia organizó un almuerzo para celebrar mi visita. Mi papá ya no estaba; murió hace diez años sin nunca pedirme perdón por todo lo que nos hizo pasar. Mi mamá apenas me miraba a los ojos; creo que aún me culpa por no haber sido la hija perfecta que soñó.

Durante la comida, mi hermana mencionó a Julián y el ambiente se tensó al instante.

—¿Todavía piensas en él después de tantos años? —me preguntó mi mamá con voz cortante.

No respondí. ¿Cómo explicarles que hay amores que nunca se olvidan? Que uno puede construir una vida entera sobre las ruinas del primer amor y aun así sentir que falta algo esencial.

Esa noche volví a encontrarme con Julián por última vez antes de regresar a Cali. Caminamos por las calles vacías del pueblo hasta llegar a la vieja cancha de fútbol donde nos besamos por primera vez.

—¿Te arrepientes? —me preguntó sin mirarme.

—A veces sí —admití—. Pero también sé que hice lo mejor que pude con lo que tenía.

Nos abrazamos largo rato. Sentí su corazón latiendo contra el mío y supe que ese sería nuestro último adiós.

Ahora escribo estas líneas desde mi apartamento en Cali, mirando las luces de la ciudad y preguntándome si alguna vez podré dejar atrás ese pasado que aún me duele.

¿Es posible sanar las heridas del primer amor? ¿O estamos condenados a vivir siempre con esa nostalgia? ¿Ustedes qué piensan?