De un día para otro, madre de seis: la decisión que me cambió la vida

—¡Mamá, ya llegaron los del DIF otra vez! —gritó Camila desde la ventana, con la voz temblorosa. Yo estaba en la cocina, tratando de estirar el arroz para que alcanzara para todos. Sentí un nudo en el estómago. Desde que don Ernesto, mi vecino de toda la vida, falleció hace dos semanas, la casa se había llenado de visitas inesperadas y miradas curiosas. Pero nada me preparó para lo que estaba a punto de suceder.

Esa tarde, mientras el sol caía sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en Guadalajara, los trabajadores sociales me explicaron la situación: los hijos de don Ernesto, Valeria y Emiliano, no tenían a nadie más. Su mamá los había abandonado hacía años y ningún familiar quería hacerse cargo. Me miraron con esa mezcla de compasión y urgencia que sólo tienen quienes ven demasiados casos como este.

—Señora Lucía, sabemos que usted ya tiene cuatro hijos… pero si no los recibe usted, los van a separar —dijo la trabajadora social, bajando la voz como si temiera romperme.

Miré a mis hijos: Camila, Mateo, Sofía y Tomás. Todos me miraban con ojos grandes, esperando mi respuesta. Sentí miedo. ¿Cómo iba a alimentar a seis bocas si apenas alcanzaba para nosotros? ¿Cómo iba a darles amor cuando a veces ni yo misma tenía fuerzas?

Esa noche no dormí. Escuchaba el llanto ahogado de Valeria en la habitación contigua y el silencio pesado de Emiliano. Recordé cuando llegué a este barrio hace quince años, con una maleta y un bebé en brazos, huyendo de un marido violento. Don Ernesto fue el primero en tenderme la mano. Me regaló una bolsa de frijoles y me dijo: “Aquí nadie se queda solo”.

Al día siguiente, mi hermana Patricia vino a verme. No trajo café ni pan dulce como solía hacer; traía reproches.

—¿Estás loca? ¡No puedes con los tuyos y ahora quieres cargar con los hijos de otro! —me dijo, cruzada de brazos.

—No es cuestión de querer —le respondí—. Es cuestión de que no puedo mirar para otro lado.

Patricia se fue furiosa. Mi mamá me llamó por teléfono esa noche para decirme que estaba cometiendo un error. “La gente va a hablar”, me advirtió. Pero yo ya había tomado una decisión.

Los primeros días fueron un caos. Valeria no quería comer y Emiliano se orinaba en la cama todas las noches. Mis hijos peleaban por todo: por el espacio en la mesa, por los juguetes, por mi atención. Yo sentía que me partía en mil pedazos tratando de ser suficiente para todos.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a Sofía gritarle a Valeria:

—¡Tú no eres mi hermana! ¡Vete a tu casa!

Corrí y las encontré llorando. Me senté en el suelo con ellas y lloré también. Les conté cómo me sentí yo cuando llegué aquí sin conocer a nadie. Les hablé del miedo y de la soledad. Les dije que no tenía todas las respuestas, pero que íbamos a intentarlo juntos.

El dinero empezó a escasear más rápido de lo que imaginé. Tuve que pedir fiado en la tienda y buscar trabajos extras limpiando casas por las tardes. A veces sentía rabia: ¿por qué tenía que ser tan difícil hacer lo correcto? Una noche, después de acostar a todos, me senté en la oscuridad y recé. No pedí milagros; sólo pedí fuerzas para seguir.

El barrio empezó a murmurar. Unos decían que era una santa; otros, que era una tonta. Un día encontré una bolsa de ropa usada colgada en mi puerta; otro día, escuché risas burlonas cuando pasaba por la tienda.

Pero también hubo sorpresas. La señora Rosa, que siempre fue tan reservada, vino una tarde con una olla de sopa caliente. “Para que no te canses tanto”, me dijo sin mirarme a los ojos. Mi hijo Mateo empezó a ayudarme con los deberes de los más pequeños sin que yo se lo pidiera. Y poco a poco, Valeria y Emiliano empezaron a sonreír otra vez.

El mayor reto llegó cuando el DIF volvió para hacer una evaluación. Me preguntaron si estaba segura de querer seguir adelante.

—No sé si puedo hacerlo perfecto —les dije—. Pero sé que nadie más va a quererlos como yo.

Me dieron la custodia temporal mientras seguían buscando una solución definitiva. Esa noche celebramos con arroz con leche y música ranchera en la radio. Por primera vez en semanas, sentí esperanza.

Pero no todo fue fácil después de eso. Hubo días en que quise rendirme: cuando Valeria tuvo fiebre y no tenía dinero para el doctor; cuando Emiliano rompió una ventana jugando fútbol; cuando mi hermana dejó de hablarme por completo.

Sin embargo, cada vez que veía a los seis dormidos juntos en el mismo cuarto, apretados pero tranquilos, recordaba las palabras de don Ernesto: “Aquí nadie se queda solo”.

Hoy han pasado seis meses desde aquel día en que mi vida cambió para siempre. No tengo respuestas fáciles ni finales felices garantizados. Pero tengo una familia más grande y un corazón más fuerte.

A veces me pregunto: ¿cuántos niños más hay allá afuera esperando que alguien les diga que sí? ¿Y cuántos corazones tienen miedo de abrirse por temor al qué dirán o al peso del sacrificio?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por amor?