¿De verdad fallé como abuela?

—¡No puedes llevártela así, Javier! —grité desde el umbral de la puerta, con la voz quebrada y las manos temblorosas. Mi nieta, Sofía, apenas de seis años, me miraba con los ojos llenos de lágrimas mientras su padre la jalaba del brazo hacia la camioneta.

—Ya basta, Rosa. No puedo dejar a mi hija en un lugar donde no tiene ni para un dulce —me respondió Javier, sin mirarme a los ojos, mientras subía a Sofía al asiento trasero.

La puerta del vehículo se cerró de golpe y el polvo del camino se levantó mientras se alejaban. Me quedé ahí, paralizada, sintiendo cómo el silencio del rancho me aplastaba el pecho. ¿De verdad todo esto era por unos pesos para dulces? ¿O había algo más profundo que yo no quería ver?

Mi nombre es Rosa Martínez. Tengo 62 años y toda mi vida la he pasado en este pequeño pueblo de Jalisco, entre maizales y gallinas. Crié a mis tres hijos sola desde que mi esposo murió en un accidente de tractor. No fue fácil, pero nunca les faltó un plato de frijoles ni una palabra de cariño. Ahora, con mis hijos grandes y cada quien en su vida, mi mayor alegría era cuidar a Sofía, la hija de mi hija menor, Mariana.

Mariana trabaja en Guadalajara y me deja a Sofía durante la semana. Siempre pensé que era un privilegio poder enseñarle a mi nieta lo que es la vida sencilla: correr descalza por el campo, ayudarme a hacer tortillas, reírse con las historias de la vecina Lupita. Pero parece que para Javier, su papá, eso no es suficiente.

Todo empezó esa mañana. Sofía me pidió dinero para comprar una paleta en la tienda del pueblo. Revisé mi monedero y solo tenía unas monedas para el pan y los huevos. Le expliqué:

—Mi niña, hoy no alcanza para dulces. Mejor te hago un atole con canela y te cuento un cuento bonito.

Sofía hizo pucheros, pero al rato ya estaba jugando con los pollitos. Yo pensé que todo estaba bien hasta que Javier llegó sin avisar esa tarde. Entró furioso, diciendo que Sofía le había contado que aquí nunca tenía dulces ni juguetes nuevos.

—¿Cómo es posible que no le compres ni una paleta? —me reclamó Javier—. ¿No ves que Mariana y yo trabajamos para darle lo mejor?

Sentí una punzada en el corazón. No era la primera vez que Javier me hacía sentir menos por no tener dinero. Siempre ha sido así desde que se casó con Mariana: presume su casa nueva en la ciudad, sus celulares caros, sus vacaciones en Vallarta.

—Javier, aquí no hay lujos, pero hay amor —le respondí con voz suave—. Yo también crié a tus hijos sin mucho dinero.

—Eso era antes, Rosa. Ahora las cosas son diferentes —me cortó él.

No quise discutir más. Pero cuando vi que se llevaba a Sofía sin siquiera dejarme despedirme bien, sentí que algo dentro de mí se rompía.

Esa noche no pude dormir. Me senté junto a la ventana viendo las luces lejanas del pueblo y recordando cuando mis hijos eran pequeños. ¿Acaso yo también les fallé? ¿Será cierto que ahora los niños necesitan más cosas materiales para ser felices?

Al día siguiente Mariana me llamó llorando:

—Mamá, Javier está muy molesto. Dice que no cuidas bien a Sofía…

—¿Tú también piensas eso? —le pregunté con la voz ahogada.

—¡Claro que no! Pero él está terco… Dice que si no puedes darle lo mismo que en la ciudad, mejor no la cuides.

Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué todo se reduce al dinero? ¿Por qué no ven el valor de las cosas simples?

Los días pasaron lentos y tristes. La casa se sentía vacía sin las risas de Sofía. Las vecinas venían a verme y trataban de animarme:

—No te preocupes, Rosa. Los hombres de ahora ya no entienden lo que es crecer con poco pero con dignidad —me decía Lupita.

Pero yo seguía dándole vueltas al asunto. Recordé cómo mi madre me enseñó a hacer milagros con poco: un arroz con leche podía ser fiesta; una tarde bajo el árbol era mejor que cualquier juguete caro. ¿Será que el mundo ya cambió tanto?

Una tarde vi llegar a Mariana sola. Venía con los ojos hinchados de tanto llorar.

—Mamá… Javier dice que si quieres ver a Sofía tienes que prometerle que siempre tendrá dulces y juguetes nuevos aquí.

Me quedé callada largo rato. Sentí una mezcla de orgullo herido y tristeza infinita.

—Hija… Yo no puedo prometer eso. No tengo dinero para lujos. Pero sí puedo prometerle amor, historias y valores —le respondí.

Mariana me abrazó fuerte y lloramos juntas.

Esa noche recé como nunca antes. Le pedí a Dios claridad para entender si realmente estaba equivocada o si simplemente era víctima de una época donde todo se mide en cosas materiales.

Al día siguiente recibí una llamada inesperada: era Sofía desde el celular de Mariana.

—Abuelita… te extraño mucho… Aquí tengo muchos juguetes pero nadie me cuenta cuentos como tú…

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Yo también te extraño, mi niña… Recuerda siempre lo importante: el amor no se compra con dulces ni juguetes…

Colgué y me quedé mirando mis manos arrugadas. ¿De verdad fallé como abuela? ¿O será que estamos perdiendo lo esencial por querer aparentar ante los demás?

Díganme ustedes: ¿vale más un dulce comprado o una tarde llena de cariño? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?