Demasiado tarde para volver: el camino de regreso está cerrado
—Bueno, doña Antonina Graciela, la hemos estabilizado, le dimos las indicaciones. Ahora lo más importante es que no descuide su salud y se cuide mucho —dijo el doctor Ramírez, con esa sonrisa profesional que no logra ocultar la gravedad de sus palabras. Me dio unas palmaditas en el hombro y abrió la puerta del consultorio para que saliera con mis bolsas llenas de recetas y papeles.
Sentí un nudo en la garganta. Afuera, el pasillo del hospital olía a desinfectante y a resignación. Caminé despacio, arrastrando los pies, mientras mi hija Mariana me esperaba sentada en una silla de plástico azul, mirando el celular sin verme realmente. Cuando me acerqué, levantó la vista y preguntó sin emoción:
—¿Y entonces, mamá? ¿Qué te dijeron?
—Que tengo que cuidarme —respondí, intentando sonar tranquila, pero mi voz tembló—. Que ya no puedo seguir como antes.
Mariana suspiró y se levantó de golpe. —Eso ya lo sabíamos, ¿no? —dijo, como si fuera mi culpa estar enferma. Me dolió más que cualquier diagnóstico.
Salimos del hospital bajo un cielo gris de Ciudad de México, con el tráfico rugiendo a lo lejos y el aire pesado de humedad. Mariana pidió un taxi por aplicación y durante el trayecto apenas cruzamos palabra. Yo miraba por la ventana, viendo pasar los puestos de tamales, los niños con mochilas enormes, las madres apuradas. Pensé en mi propia madre, en cómo me regañaba cuando era niña por no comer bien o por quedarme despierta hasta tarde cosiendo para ayudarle con los encargos.
En casa, el silencio era aún más denso. Mi esposo, Don Ernesto, estaba sentado frente al televisor viendo las noticias. Ni siquiera se giró cuando entramos.
—¿Cómo te fue? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.
—Lo mismo de siempre —contesté, dejando las bolsas sobre la mesa—. Que tengo que cuidarme.
Ernesto asintió y volvió a sumergirse en las noticias sobre la inflación y la violencia en el país. Mariana se encerró en su cuarto. Yo me quedé sola en la cocina, mirando las recetas médicas como si fueran jeroglíficos. «Reposo absoluto», «dieta baja en sal», «control de estrés»… ¿Cómo se supone que iba a lograr todo eso si ni siquiera podía convencer a mi familia de que me escuchara?
Esa noche no pude dormir. Me dolía el pecho, pero más me dolía el alma. Recordé los años trabajando como costurera para sacar adelante a mis hijos, los sacrificios, las veces que me salté comidas para que ellos tuvieran suficiente. Recordé cómo Ernesto se fue volviendo cada vez más distante después de perder su empleo en la fábrica y cómo Mariana empezó a tratarme como si yo fuera una carga.
A la mañana siguiente, intenté preparar el desayuno como siempre: huevos con frijoles y tortillas recién hechas. Pero Mariana salió de su cuarto con cara de fastidio.
—¿Otra vez lo mismo? Mamá, ¿no entiendes que tienes que cambiar? El doctor lo dijo claro.
—Es lo único que sé hacer —respondí bajito—. No sé cocinar esas cosas raras que dicen en la dieta.
Mariana bufó y se sirvió cereal. Ernesto ni siquiera bajó a desayunar.
Los días pasaron entre consultas médicas y silencios incómodos. Empecé a notar cómo mi cuerpo ya no respondía igual: me cansaba al subir las escaleras, me faltaba el aire al barrer el patio. Pero lo peor era sentirme invisible en mi propia casa.
Una tarde, mientras intentaba remendar una camisa vieja para distraerme, escuché a Mariana hablando por teléfono en su cuarto:
—No sé qué hacer con mi mamá… Está peor cada día y no quiere cambiar nada. Siento que todo recae sobre mí… Sí, ya sé que debería ser más paciente, pero es difícil.
Me dolió escucharla. ¿En qué momento me convertí en una carga para mi hija? ¿Por qué nadie veía todo lo que había hecho por ellos?
Esa noche decidí hablar con Ernesto. Lo encontré en el patio, fumando a escondidas.
—Ernesto… —empecé con voz temblorosa—. ¿Tú crees que todavía puedo cambiar? ¿Que vale la pena intentarlo?
Él apagó el cigarro y me miró por primera vez en mucho tiempo.
—No sé, Toñita… A veces siento que ya estamos muy grandes para cambiar nada. Pero si quieres intentarlo, yo te apoyo.
No era mucho, pero era algo. Esa noche lloré en silencio, sintiendo una mezcla de alivio y tristeza.
Al día siguiente busqué en internet recetas saludables y llamé a mi vecina Lupita para pedirle ayuda. Ella llegó con una sonrisa y una bolsa llena de verduras frescas.
—¡Ánimo, Toñita! Si yo pude dejar el refresco después de veinte años, tú puedes aprender a cocinar sin sal —me dijo riendo.
Poco a poco fui cambiando pequeños hábitos: caminé despacio por el parque aunque me cansara; aprendí a preparar ensaladas; empecé a escribir un diario donde anotaba mis miedos y mis logros. Mariana seguía distante, pero noté que una noche se sentó conmigo a ver una novela y hasta me preguntó cómo me sentía.
Pero justo cuando empezaba a sentirme mejor, recibí una llamada del hospital: necesitaban que regresara para más estudios porque algo no estaba bien en mis análisis.
El miedo volvió como una ola fría. Esa noche no pude dormir pensando en todo lo que podría perder: mi familia, mi casa, mis recuerdos. Me pregunté si realmente valía la pena luchar cuando todo parecía estar en mi contra.
En la sala de espera del hospital vi a otras mujeres como yo: cansadas, preocupadas, aferradas a la esperanza aunque fuera mínima. Una señora llamada Rosa me tomó de la mano y me dijo:
—No estamos solas, Toñita. Todas tenemos miedo, pero hay que pelear hasta el final.
Salí del hospital con un nuevo diagnóstico: insuficiencia renal crónica. El doctor Ramírez fue directo:
—Va a ser difícil, Antonina. Pero si sigue cuidándose y acepta ayuda, puede tener buena calidad de vida todavía.
Regresé a casa sintiendo que el camino de regreso estaba cerrado; ya no podía volver a ser quien era antes. Pero tal vez podía ser alguien diferente.
Esa noche reuní a mi familia en la mesa y les hablé con el corazón abierto:
—Sé que he cometido errores y que he sido terca muchas veces… Pero necesito su apoyo ahora más que nunca. No quiero ser una carga para ustedes; quiero aprender a vivir de otra manera.
Mariana lloró por primera vez en años y me abrazó fuerte. Ernesto tomó mi mano bajo la mesa.
Hoy sigo luchando cada día: hay días buenos y días malos. Pero aprendí que nunca es demasiado tarde para intentar cambiar… aunque el camino de regreso esté cerrado.
¿Ustedes creen que realmente podemos empezar de nuevo cuando todo parece perdido? ¿O hay momentos en los que simplemente debemos aceptar lo que somos?