Demasiado Tarde para Volver: La Historia de Mariana y Lucía
—¿Por qué no contestas, Mariana? ¡Contesta, por favor! —La voz de mi madre retumbaba en el altavoz, temblorosa, casi irreconocible.
Eran las dos de la madrugada y la lluvia golpeaba los ventanales de mi departamento en la colonia Roma. El éxito profesional me había dado un penthouse, pero no compañía. Estaba sola, como siempre. Miré el teléfono, dudando si responder. El orgullo es un veneno lento; lo supe desde que Lucía y yo dejamos de hablarnos hace seis años.
—¿Qué pasa, mamá? —respondí al fin, la voz seca.
—Es Lucía… Está en el hospital. No sé si va a salir de esta. Por favor, ven —suplicó.
Sentí un nudo en la garganta. Lucía, mi hermana menor, la que juré no volver a ver después de aquella pelea absurda por la herencia de papá. ¿Cómo llegamos a esto? ¿Cómo permití que el dinero y el resentimiento nos separaran?
No recuerdo cómo llegué al hospital. Solo sé que corrí bajo la lluvia, sin paraguas, sin pensar en mi ropa empapada ni en los tacones que se hundían en los charcos. Al entrar, el olor a desinfectante me golpeó con fuerza. Mi madre estaba allí, encorvada en una silla, los ojos hinchados.
—¿Dónde está? —pregunté, casi sin aire.
—Terapia intensiva. No dejan pasar —susurró.
Me senté a su lado. El silencio era pesado, lleno de todo lo que nunca dijimos. Recordé cuando Lucía y yo éramos niñas en Veracruz, corriendo por la playa, prometiéndonos que nada nos separaría. Pero la vida es cruel y los adultos somos expertos en romper promesas.
—¿Por qué no viniste antes? —me reprochó mi madre, sin mirarme.
No supe qué responder. ¿Cómo explicar que el orgullo me había cegado? Que cada vez que pensaba en Lucía, sentía rabia y tristeza a partes iguales. Que verla feliz con su familia mientras yo me ahogaba en trabajo y soledad me dolía más de lo que podía admitir.
Las horas pasaron lentas. Vi llegar a Daniel, el esposo de Lucía, con los ojos rojos y la voz rota:
—Mariana… Gracias por venir. Ella preguntó por ti antes de entrar al quirófano.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo podía pensar en mí después de todo?
Recordé la última vez que hablamos:
—No quiero volver a verte nunca más —le grité entonces, tirando la puerta.
—Algún día te vas a arrepentir —me respondió ella, con esa calma que siempre me desesperaba.
Ahora entendía sus palabras. El arrepentimiento es un monstruo silencioso que te devora por dentro.
Me levanté y caminé por los pasillos del hospital. Vi familias abrazadas, rezando juntas. Yo no tenía a nadie. Mi éxito profesional era una fachada; detrás solo había vacío.
De pronto, una enfermera salió corriendo:
—¿Familia de Lucía Ramírez?
Corrimos tras ella. El médico nos recibió con cara grave:
—La operación fue complicada. Está estable, pero necesita reposo absoluto. Solo puede pasar una persona.
Mi madre me miró:
—Ve tú, Mariana. Ella te necesita.
Entré a la habitación temblando. Lucía estaba pálida, conectada a tubos y monitores. Me acerqué despacio.
—Lucía… soy yo, Mariana —susurré.
Abrió los ojos con dificultad y sonrió apenas:
—Sabía que vendrías…
Las lágrimas me brotaron sin control.
—Perdóname… Por favor, perdóname por todo —dije entre sollozos.
Ella apretó mi mano con fuerza sorprendente:
—Ya te perdoné hace mucho… Solo quería verte…
Me senté a su lado y le conté todo lo que nunca dije: lo sola que me sentía, lo mucho que la extrañaba, lo vacía que era mi vida sin ella. Hablamos hasta que se quedó dormida.
Salí de la habitación sintiendo un peso menos en el pecho, pero también un miedo nuevo: ¿y si era demasiado tarde?
Esa noche dormí en una silla del hospital. Soñé con papá, con mamá joven, con Lucía y yo jugando en la playa. Desperté sobresaltada cuando Daniel me tocó el hombro:
—Mariana…
Su cara lo decía todo. Corrí a la habitación y vi a los médicos intentando reanimarla. Grité su nombre una y otra vez, pero ya no respondió.
El mundo se detuvo. Sentí que me arrancaban el alma. Mamá cayó de rodillas; Daniel lloraba en silencio.
El funeral fue sencillo, como ella hubiera querido. Nadie habló del dinero ni de las peleas; solo recordamos su risa y su generosidad. Cuando todos se fueron, me quedé sola frente a su tumba.
—Perdóname por llegar tarde… Te amo —susurré al viento.
Regresé a mi departamento vacío. Miré las fotos viejas: dos niñas abrazadas bajo el sol de Veracruz. Lloré hasta quedarme dormida.
Hoy entiendo que el éxito no sirve de nada si no tienes con quién compartirlo. Que el orgullo solo deja soledad y arrepentimiento. Que las palabras no dichas pesan más que cualquier herencia.
¿De qué sirve ganar el mundo si pierdes a tu familia? ¿Cuántos están dispuestos a dejar el orgullo antes de que sea demasiado tarde?