Despertar entre Ruinas: El Día que Decidí Salvarme

—¿Todavía sigues durmiendo, Camila? ¡Ya deberías estar preparando el desayuno para Julián! —La voz de mi suegra retumbó en el altavoz del celular, tan áspera como el café frío que se quedaba olvidado en la mesa cada mañana.

Abrí los ojos de golpe, sintiendo el sudor pegajoso en la espalda. Afuera, los primeros rayos del sol apenas lograban atravesar las cortinas raídas del apartamento que compartía con Julián desde hacía cinco años. Me quedé unos segundos mirando el techo, escuchando cómo él roncaba plácidamente a mi lado, ajeno al mundo y a mis pensamientos. Sentí una punzada de rabia mezclada con tristeza. ¿En qué momento me convertí en la sirvienta de mi propia vida?

Colgué el teléfono sin responderle a mi suegra. Me levanté despacio, tratando de no hacer ruido. Caminé hacia la cocina, esquivando los zapatos sucios de Julián y la ropa tirada por todo el pasillo. El refrigerador estaba casi vacío; apenas quedaba un poco de pan duro y un huevo. Recordé que anoche le pedí a Julián que comprara algo en la tienda, pero él solo se encogió de hombros y me dijo: “Eso es cosa tuya, Cami. Yo trabajo todo el día”.

Mientras preparaba el desayuno, sentí las lágrimas arderme en los ojos. No era la primera vez que me sentía así, pero sí la primera vez que sentí que ya no podía más. Mi vida se había reducido a limpiar, cocinar y aguantar los comentarios de mi suegra sobre cómo debía cuidar a su hijo. Julián ya no era el hombre divertido y cariñoso que conocí en la universidad; ahora era un adulto que esperaba que yo resolviera todo, desde pagar las cuentas hasta recordarle cuándo debía llamar a su madre.

—¿Ya está el desayuno? —gruñó Julián desde la cama.

—Sí, ya voy —respondí con voz apagada.

Serví el huevo y el pan en un plato y lo llevé al cuarto. Julián ni siquiera me miró; estaba pegado al celular, riéndose de algún video tonto. Dejé el plato sobre la mesa de noche y me senté en la orilla de la cama.

—¿No vas a comer? —preguntó sin apartar la vista del teléfono.

—No tengo hambre —mentí.

Él solo encogió los hombros y siguió con lo suyo. Sentí una rabia sorda crecer dentro de mí. Recordé todas las veces que le pedí ayuda con la casa, todas las veces que le expliqué lo cansada que estaba después del trabajo, todas las veces que él simplemente me ignoró o me dijo que exageraba.

Ese día fui al trabajo como un zombi. Mis compañeras notaron mi cara larga y me preguntaron si todo estaba bien. Mentí otra vez: “Sí, solo estoy cansada”. Pero por dentro sentía que algo se rompía.

Al regresar a casa esa noche, encontré a Julián jugando videojuegos con sus amigos. La sala era un desastre: latas de cerveza vacías, bolsas de papas fritas por todos lados y risas estruendosas que hacían temblar las paredes. Nadie se molestó en saludarme.

Me encerré en el baño y me miré al espejo. Tenía ojeras profundas y el cabello desordenado. Me pregunté cuándo fue la última vez que hice algo solo para mí. No lo recordaba.

Esa noche no pude dormir. Escuchaba a Julián roncar mientras yo repasaba mentalmente cada momento en que dejé pasar una falta de respeto, cada vez que me callé para evitar una pelea, cada vez que sacrifiqué mis sueños por los suyos. Recordé cómo mi mamá siempre me decía: “Camila, una mujer debe ser fuerte, pero no mártir”.

A la mañana siguiente, mientras preparaba café, mi celular volvió a sonar. Era mi suegra otra vez.

—Camila, ¿ya le diste su desayuno a Julián? Recuerda que él necesita comer bien para ir al trabajo —dijo con ese tono autoritario que tanto detestaba.

Algo dentro de mí hizo clic. Sentí una fuerza desconocida recorrerme el cuerpo.

—Señora Marta —le respondí con voz firme—, Julián es un hombre adulto. Puede prepararse su propio desayuno.

Hubo un silencio incómodo al otro lado de la línea.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?

—No —dije—. Solo estoy cansada de ser la única que se preocupa por todo aquí.

Colgué antes de escuchar su respuesta. Me senté en la mesa y respiré hondo. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz.

Cuando Julián se levantó y vio que no había desayuno ni ropa limpia para él, puso el grito en el cielo.

—¿Qué te pasa hoy? ¿Por qué no hiciste nada?

Lo miré a los ojos y sentí una calma extraña.

—Estoy cansada, Julián. Cansada de hacer todo sola mientras tú solo piensas en ti mismo.

Él bufó y salió dando un portazo. Yo me quedé sentada, temblando pero decidida.

Ese día fui a trabajar con una determinación nueva. Durante el almuerzo le conté todo a mi amiga Paola. Ella me abrazó fuerte y me dijo:

—Cami, no tienes por qué aguantar esto. Mereces algo mejor.

Esa tarde volví a casa temprano. Saqué una maleta del clóset y empecé a empacar mis cosas: mi ropa, mis libros favoritos, las fotos de mi familia. Cada prenda que doblaba era como quitarme un peso del alma.

Julián llegó cuando yo estaba cerrando la maleta.

—¿Qué haces? ¿A dónde vas?

Lo miré con lágrimas en los ojos pero sin miedo.

—Me voy, Julián. No puedo seguir viviendo así. No soy tu madre ni tu sirvienta. Soy una mujer que merece respeto y amor.

Él intentó detenerme, pero ya era tarde. Salí del apartamento sin mirar atrás.

Ahora escribo esto desde el cuarto pequeño que rento con lo poco que tengo. No es mucho, pero es mío. Por primera vez en años puedo respirar tranquila.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si debí aguantar un poco más por “el qué dirán”. Pero luego recuerdo cómo me sentía cada mañana al despertar junto a alguien que nunca quiso crecer.

¿Hasta cuándo vamos a normalizar que las mujeres carguemos con todo? ¿Cuántas Camila más tienen miedo de elegir su propia libertad?