Después de la partida de Julián: El miedo a la cercanía
—Mamá, ¿por qué no te vienes a vivir con nosotros?— La voz de Camila temblaba entre la preocupación y la esperanza. Yo apretaba la taza de café entre las manos, sintiendo el calor en los dedos, pero no en el pecho.
La casa estaba llena de ecos. Desde que Julián se fue, cada rincón parecía más grande, más frío. Cuarenta y dos años juntos; él era mi sombra, mi compañero de silencios y de risas. Ahora, hasta el zumbido del refrigerador me parecía un grito.
—No sé, hija… —respondí, evitando su mirada—. No quiero ser una carga.
Camila suspiró. Su esposo, Rodrigo, me observaba desde la puerta del comedor, fingiendo leer el periódico. Los niños jugaban en el patio, ajenos al drama que se tejía en la cocina.
—No eres una carga, mamá. Solo… no quiero que estés sola.
Pero yo ya estaba sola desde antes de que Julián muriera. La soledad no empezó con su partida; empezó cuando las palabras entre nosotras se volvieron prudentes, cuando dejamos de hablar de lo que realmente dolía.
Esa noche, mientras doblaba la ropa de Julián por última vez, sentí cómo el miedo me apretaba el pecho. No era miedo a estar sola; era miedo a estar demasiado cerca de los otros, a que me vieran tan rota como me sentía. ¿Cómo explicarle a Camila que la cercanía también puede doler?
Al día siguiente, acepté su invitación. No por valentía, sino porque el silencio de mi casa era más insoportable que cualquier incomodidad futura.
La mudanza fue rápida. Rodrigo contrató una camioneta y entre todos cargaron mis cajas. Camila intentaba animarme con bromas sobre lo pequeña que era mi televisión y lo anticuado de mi licuadora. Yo sonreía, pero por dentro sentía que cada objeto que dejaba atrás era una traición a mi vida con Julián.
La primera noche en su casa fue un desfile de ruidos desconocidos: el llanto del bebé a medianoche, el portazo del adolescente que volvía tarde, las discusiones suaves entre Camila y Rodrigo sobre cuentas y tareas escolares. Yo me sentía una intrusa en su rutina.
—¿Dormiste bien, mamá? —preguntó Camila al día siguiente.
—Sí, hija —mentí—. Solo tengo que acostumbrarme.
Pero no me acostumbraba. Extrañaba mi cama, el olor a café recién hecho por Julián, sus pasos arrastrados por el pasillo. Aquí todo era distinto: los horarios, las comidas rápidas, la televisión siempre encendida.
Poco a poco empecé a notar las grietas en la vida perfecta de mi hija. Rodrigo llegaba cada vez más tarde del trabajo; Camila se desvivía por atender a todos y nadie parecía notar su cansancio. Los niños peleaban por cualquier cosa. Una noche escuché a Camila llorar en el baño y sentí una punzada de culpa: ¿había traído mis sombras a su casa?
Un domingo, mientras ayudaba a Camila a preparar empanadas para el almuerzo familiar, ella explotó:
—¡No puedo más! —gritó, dejando caer la cuchara—. ¡Siento que todo depende de mí! ¡Que si yo no estoy bien, todo se derrumba!
Rodrigo entró justo en ese momento y nos miró en silencio. Yo quise abrazarla, decirle que entendía ese peso, pero las palabras se me atoraron en la garganta.
—Camila… —susurré—. Perdóname si te estoy complicando la vida.
Ella negó con la cabeza y se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.
—No es tu culpa, mamá. Es solo… todo esto es demasiado.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté si había hecho mal en aceptar venir aquí. Si mi presencia era un recordatorio constante de lo que faltaba: un padre, un esposo, una familia unida como antes.
Empecé a salir más seguido al parque del barrio. Allí conocí a Doña Teresa, una vecina viuda como yo. Nos sentábamos en la banca bajo el ceibo y hablábamos de nuestros muertos como si fueran parte del aire.
—Uno nunca se acostumbra —me dijo un día—. Pero tampoco puede vivir huyendo del dolor.
Sus palabras me hicieron pensar en Camila. ¿Cuántas veces había huido yo del dolor? ¿Cuántas veces había preferido callar antes que enfrentar lo que realmente sentía?
Una tarde encontré a mi nieta Lucía llorando en su cuarto. Me senté junto a ella y le pregunté qué pasaba.
—Extraño cuando todos estábamos juntos —me confesó—. Cuando tú venías solo los domingos y papá y mamá no peleaban tanto.
La abracé fuerte y sentí cómo mi propio dolor se mezclaba con el suyo.
Esa noche reuní valor para hablar con Camila.
—Hija —le dije—, creo que necesitamos aprender a estar juntas de otra manera. No quiero ser una carga para ti ni para tu familia. Pero tampoco quiero seguir huyendo del dolor ni del amor.
Camila me miró largo rato antes de responder:
—Yo tampoco sé cómo hacerlo, mamá. Pero podemos intentarlo juntas.
Desde entonces empezamos a hablar más honestamente: sobre Julián, sobre nuestras tristezas y miedos, sobre lo difícil que es ser madre e hija cuando ambas estamos rotas por dentro.
No fue fácil ni rápido. Hubo días en que quise volver corriendo a mi casa vacía; otros en los que agradecí tener una mano cerca para sostenerme cuando sentía que me ahogaba en recuerdos.
Hoy sigo temiendo esa cercanía, pero también he aprendido que el amor no siempre es cómodo ni sencillo. A veces duele más que la soledad misma. Pero también puede sanar si nos atrevemos a mirarnos sin máscaras.
¿Será posible reconstruirnos después de tanto dolor? ¿O solo aprendemos a vivir con las grietas? ¿Ustedes qué piensan?