Después de la partida de mi hermano, solo quedé yo y una caja de recuerdos
—¿Y vos qué esperabas, Lucía?—la voz de mi cuñada, Verónica, retumbó en el comedor mientras sostenía las llaves del departamento de Julián entre los dedos. —Todo esto era de Julián. Ahora es mío. Así lo dejó escrito.
Me quedé parada, con las manos apretadas sobre la caja de cartón que había rescatado del placard de mi hermano antes de que ella llegara con el escribano. Afuera llovía, y cada gota parecía marcar el ritmo de mi respiración entrecortada. No podía creer que después de todo, después de una vida entera compartida con Julián, solo me quedara esto: un puñado de fotos viejas, cartas arrugadas y la certeza amarga de que para los demás yo no existía.
Julián y yo crecimos juntos en un PH antiguo de Almagro. Nos llevábamos seis años, pero él siempre fue mi refugio. Cuando papá llegaba borracho y gritaba, Julián me escondía en el baño y me contaba historias para que no escuchara los insultos. Cuando mamá se iba a limpiar casas ajenas y nos dejaba solos con un plato de arroz frío, él me enseñaba a reírme del hambre. «No te preocupes, Lu, cuando sea grande te voy a llevar a comer pizza todos los sábados», prometía.
Y cumplió. Cuando consiguió su primer trabajo en la pizzería de Don Ernesto, cada sábado me esperaba con una porción envuelta en servilleta. Yo era su sombra, él mi héroe silencioso.
Pero todo cambió cuando conoció a Verónica. Ella venía de otra realidad: padres abogados, departamento en Palermo, vacaciones en Punta del Este. Al principio me caía bien; traía medialunas y hablaba bajito. Pero pronto noté cómo Julián empezó a alejarse. Las cenas familiares se volvieron incómodas, las charlas se acortaron. «No podés depender siempre de tu hermano», me dijo una vez Verónica en la cocina, mientras lavaba las copas de cristal que nunca usamos nosotros.
El día que Julián murió fue como si el mundo se apagara. Un accidente absurdo: un colectivo que no frenó en la esquina de Corrientes y Medrano. Me llamaron del hospital y corrí bajo la lluvia, con el corazón en la garganta. Cuando llegué, Verónica ya estaba ahí, rodeada de sus padres y un abogado que no conocía. Nadie me miró a los ojos.
El velorio fue frío. La familia de Verónica ocupó los primeros bancos; mamá y yo nos quedamos atrás, abrazadas. Nadie mencionó mis recuerdos con Julián, nadie preguntó cómo estaba yo. Solo escuché frases vacías: «Era un buen hombre», «Qué tragedia».
Después vino el tema de la herencia. Yo no esperaba nada material; solo quería conservar algo suyo: su guitarra, su cuaderno de letras, el reloj que le regalé cuando cumplió veinte años. Pero Verónica fue tajante: «Todo lo que era de Julián ahora es mío. Así lo dejó escrito». El escribano asintió sin mirarme.
Esa tarde, mientras Verónica revisaba los cajones buscando papeles importantes, yo abrí la caja de cartón y me senté en el suelo del cuarto vacío. Las fotos eran nuestro tesoro: Julián disfrazado de superhéroe en carnaval, yo con las rodillas raspadas y él abrazándome fuerte; nosotros dos en la terraza comiendo pizza fría; una carta que me escribió cuando se fue a Bariloche con el colegio: «No llores, Lu, siempre voy a volver».
Lloré tanto que sentí que me vaciaba por dentro. Mamá intentó consolarme: «Así es la vida, hija. Los pobres nunca tenemos derecho a nada». Pero no era solo eso; era sentir que mi historia con Julián se borraba porque no tenía papeles ni testamentos ni abogados que hablaran por mí.
Pasaron los días y la casa se vació. Verónica vendió todo rápido: los muebles, los discos, hasta el perro terminó en manos de un vecino. Yo seguía aferrada a mi caja como si fuera un salvavidas en medio del naufragio.
Una tarde, mientras revisaba las fotos por enésima vez, encontré una nota doblada entre las páginas de un libro viejo:
«Lu,
Si algún día no estoy, quiero que sepas que todo lo bueno que fui es gracias a vos. No importa lo que pase con las cosas materiales; lo nuestro nadie lo puede tocar.
Te quiero siempre,
Julián»
Leí esas palabras una y otra vez hasta quedarme dormida sobre el piso frío.
Con el tiempo intenté reconstruir mi vida. Conseguí trabajo en una librería del barrio y empecé terapia para aprender a vivir con la ausencia. Pero cada vez que paso por la esquina donde murió Julián o escucho una canción que compartíamos, siento ese vacío otra vez.
A veces pienso en enfrentar a Verónica y reclamarle aunque sea una foto más o el reloj viejo. Pero después recuerdo las palabras de Julián: «Lo nuestro nadie lo puede tocar».
Hoy miro esa caja sobre mi mesa y me pregunto si acaso todos los hermanos pobres estamos condenados al olvido cuando ya no hay testamentos ni abogados que nos nombren.
¿De verdad solo existimos mientras alguien nos recuerda? ¿O hay algo más fuerte que la herencia y los papeles?
¿Ustedes qué piensan? ¿Alguna vez sintieron que su historia fue borrada por otros?