Después del terremoto: reconstruyendo mi vida entre los escombros del amor

—¿Y ahora qué vas a hacer, Lucía? —me preguntó mi hermana Mariana, mientras yo sostenía la última caja de cartón, esa que parecía pesar más que todas las demás juntas, aunque solo llevaba papeles y fotos viejas.

No supe qué responderle. Afuera, el camión de mudanza rugía impaciente. Dentro de la casa, el eco de los pasos de Julián —mi exesposo— retumbaba como si aún fuera dueño de todo, incluso de mi silencio. Habíamos compartido veinte años, dos hijos y un perro que ya no estaba. Ahora, ni siquiera compartíamos el mismo aire.

—No sé —susurré—. Solo quiero irme antes de que él vuelva.

Mariana me abrazó fuerte. Sentí su perfume a jazmín y por un instante quise quedarme así, suspendida en ese abrazo, lejos de la realidad. Pero la realidad no espera: te arrastra, te sacude, te obliga a moverte aunque no quieras.

Salí de la casa con la cabeza baja. Los vecinos miraban desde sus ventanas, cuchicheando. En este barrio de Córdoba todos se enteran de todo. «¿Viste que Lucía y Julián se separaron? Dicen que fue por otra mujer…». No era cierto, pero tampoco importaba. El rumor era más fuerte que la verdad.

Me mudé al departamento de Mariana, en un edificio viejo del centro. El ascensor siempre olía a humedad y las paredes estaban llenas de grafitis. Cada noche, cuando me acostaba en el sillón-cama, sentía que el mundo me quedaba chico y frío. Mis hijos, Tomás y Sofía, venían sólo los fines de semana. El resto del tiempo, la soledad era mi única compañía.

Al principio, no podía dormir. Me despertaba sobresaltada pensando que Julián iba a aparecer para decirme que todo había sido un error, que volviéramos a intentarlo. Pero él nunca volvió. Y yo tampoco quería que lo hiciera.

Una tarde lluviosa, mientras miraba por la ventana las luces de la ciudad, Mariana se sentó a mi lado con dos tazas de mate.

—Tenés que salir, Lucía. No podés quedarte encerrada toda la vida.

—¿Salir a dónde? —le respondí—. No tengo ganas de ver a nadie.

—Por eso mismo. Si no salís, nunca vas a tener ganas. Vení conmigo al taller de cerámica el sábado. Te va a hacer bien.

No quería ir, pero fui igual. En el taller conocí a gente distinta: mujeres divorciadas, madres solteras, jubiladas con historias increíbles. Me sentí menos sola. Empecé a reírme otra vez, aunque fuera bajito y con culpa.

Fue ahí donde conocí a Andrés. Tenía manos grandes y torpes para la cerámica, pero una sonrisa cálida y sincera. Al principio solo charlábamos sobre esmaltes y arcilla. Después empezamos a compartir mates y caminatas por el parque Sarmiento.

Una noche, mientras caminábamos bajo los jacarandás en flor, Andrés me tomó la mano.

—¿Te animás a empezar de nuevo? —me preguntó.

Sentí un nudo en el estómago. Quise decirle que sí, pero el miedo me paralizó.

—No sé si puedo —le confesé—. Tengo miedo de perderlo todo otra vez.

Andrés me miró con ternura.

—No sos la única —dijo—. Todos tenemos miedo. Pero si no lo intentamos, nunca vamos a saber si esta vez puede salir bien.

Esa noche lloré en silencio. No por Julián ni por lo perdido, sino por mí misma: por la mujer que había dejado de soñar, por la madre que se sentía culpable por no poder darles a sus hijos una familia «normal».

Los meses pasaron y empecé a buscar trabajo como profesora de literatura en escuelas nocturnas. No era fácil: los sueldos eran bajos y los alumnos difíciles. Pero cada vez que entraba al aula y veía esas caras expectantes —o aburridas— sentía que todavía podía aportar algo al mundo.

Un día, Tomás me preguntó:

—Mamá, ¿vos sos feliz?

Me quedé muda. ¿Feliz? No lo sabía. Pero estaba viva, luchando cada día por reconstruir mi vida entre los escombros del pasado.

La relación con Julián seguía siendo tensa. Cada vez que venía a buscar a los chicos discutíamos por cualquier cosa: la plata, los horarios, las tareas del colegio. A veces sentía que nunca iba a poder perdonarlo del todo; otras veces pensaba que el verdadero perdón era hacia mí misma, por haberme quedado tanto tiempo en una relación rota por miedo al qué dirán.

Una tarde de domingo, mientras cocinaba empanadas con Sofía en mi nuevo departamento —pequeño pero lleno de luz— ella me abrazó por detrás y me dijo:

—Me gusta cómo somos ahora, má. Aunque no tengamos una casa grande ni jardín.

Lloré otra vez, pero esta vez de alivio. Quizás no estaba fallando tanto como pensaba.

Con Andrés las cosas avanzaban despacio. Me costaba confiar; cada vez que discutíamos por algo mínimo —una llamada no respondida, un mensaje leído tarde— el miedo me invadía: «¿Y si esto también se termina? ¿Y si vuelvo a quedarme sola?» Pero Andrés tenía paciencia y una forma suave de recordarme que merezco ser amada sin condiciones ni amenazas veladas.

Un día recibí una carta del banco: Julián había dejado de pagar la hipoteca de la vieja casa y ahora me reclamaban una deuda imposible. Sentí que el piso se abría bajo mis pies otra vez.

Corrí al consultorio de mi abogada amiga, Valeria.

—No puedo más —le dije entre lágrimas—. Siempre es lo mismo: cuando creo que estoy saliendo adelante pasa algo y vuelvo al principio.

Valeria me tomó la mano.

—No estás sola, Lu —me dijo—. Vamos a pelear esto juntas.

Y peleamos: papeles, audiencias, abogados… Meses después logré desvincularme legalmente de esa deuda y sentí por primera vez en mucho tiempo que podía respirar tranquila.

Hoy vivo en un departamento alquilado en Nueva Córdoba; no es mío pero lo siento propio porque lo llené con mis cosas y mis recuerdos nuevos: fotos con mis hijos en la sierra, tazas pintadas en el taller de cerámica, cartas de amigas que no me soltaron nunca.

A veces todavía tengo miedo: miedo a perderlo todo otra vez, miedo a equivocarme con Andrés o con mis hijos; miedo a no ser suficiente para nadie ni para mí misma.

Pero cada mañana abro las ventanas y dejo entrar el sol; hago café y agradezco estar viva para intentarlo una vez más.

¿Será posible volver a confiar después de perderlo todo? ¿O el miedo será siempre mi sombra? ¿Ustedes también sintieron alguna vez que reconstruir la vida es como armar una casa con paredes frágiles pero mucha esperanza?