Detrás de la Sonrisa: El Secreto de Mariana
—¿Por qué siempre tienes esa sonrisa, Mariana? —me preguntó mi cuñada Lucía mientras servía café en la mesa del comedor, rodeada de risas y el bullicio de los nietos corriendo por la casa.
No supe qué responderle. Sonreí, como siempre. Nadie notó el temblor en mis manos ni la presión en mi pecho. Todos pensaban que yo era la mujer fuerte, la que nunca se quiebra, la que puede con todo: con el trabajo en la panadería familiar, con los problemas de mis hijos, con las cuentas que nunca alcanzan, con el cuidado de mi esposo enfermo.
Pero esa tarde, mientras veía a mi familia disfrutar del pastel de tres leches que yo misma había horneado, sentí que me ahogaba. El ruido se volvió lejano, como si estuviera bajo el agua. Pensé en salir corriendo, pero ¿a dónde iba a ir? ¿Quién sería yo sin ese papel de mujer perfecta que todos esperaban?
Desde niña aprendí a callar. Mi mamá, doña Teresa, siempre decía: “Las mujeres aguantan, Mariana. Así es la vida aquí en Puebla”. Y yo aguanté. Aguanté cuando mi papá se fue con otra y mi mamá lloraba en silencio por las noches. Aguanté cuando mi primer novio, Julián, me dejó embarazada y desapareció. Aguanté cuando tuve que dejar la prepa para trabajar limpiando casas y sacar adelante a mi hijo, Emiliano.
Después conocí a Raúl. Era bueno conmigo, trabajador y cariñoso. Me casé con él pensando que por fin tendría una vida tranquila. Tuvimos a Sofía y todo parecía encajar: casa propia, hijos sanos, un negocio familiar. Pero Raúl enfermó de diabetes y su carácter cambió. Se volvió irritable, distante. Yo era su enfermera, su esposa, su madre y su sombra.
Mis hijos crecieron creyendo que su mamá podía con todo. Emiliano se fue a Monterrey a buscar trabajo y Sofía se casó joven con un hombre celoso. Cuando llamaban por teléfono solo me contaban sus problemas: “Mamá, ¿me puedes prestar dinero?”, “Mamá, ¿puedes cuidar a los niños?”. Yo decía que sí a todo. ¿Cómo decirles que yo también necesitaba ayuda?
Una noche, después de una discusión con Raúl porque no encontraba sus pastillas, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. Nadie tocó la puerta. Nadie preguntó si estaba bien.
Al día siguiente, me miré al espejo y vi a una mujer cansada, con ojeras profundas y los labios partidos. Me pregunté cuándo había dejado de ser Mariana para convertirme solo en “la mamá”, “la esposa”, “la abuela”.
—¿Qué te pasa? —me preguntó Sofía por teléfono esa tarde—. Te escuchas rara.
—Nada, hija —mentí—. Solo estoy cansada.
—Ay mamá, tú siempre puedes con todo —dijo ella antes de colgar.
Esa frase me dolió más que cualquier golpe. ¿Por qué todos pensaban que yo era invencible? ¿Por qué nadie veía mi dolor?
Empecé a tener insomnio. Las noches eran eternas y el silencio me pesaba como una losa. A veces pensaba en irme lejos, empezar de nuevo donde nadie me conociera. Pero luego recordaba a Raúl y a mis nietos y sentía culpa solo de imaginarlo.
Un domingo por la tarde, mientras barría el patio, escuché a mis vecinas chismear sobre la señora Carmen, la del puesto de flores.
—Dicen que está deprimida —susurró una—. Que ya no quiere salir ni ver a nadie.
—Ay no, qué flojera esa gente —respondió la otra—. Si la vida está dura para todos.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Eso pensaría la gente si supieran cómo me siento? ¿Me juzgarían igual?
Esa noche decidí escribirle una carta a mi hermana menor, Verónica, que vive en Oaxaca. Le conté todo: mis miedos, mi cansancio, mi soledad. Le pedí que no le dijera a nadie más.
Una semana después llegó su respuesta:
“Mariana,
No tienes que ser fuerte todo el tiempo. Yo también he sentido ese vacío del que hablas. No estás sola. Si quieres llorar, llora. Si quieres gritar, grita. Pero no te quedes callada más tiempo.”
Lloré como no lo hacía desde niña. Por primera vez sentí alivio al saber que alguien entendía mi dolor.
Poco a poco empecé a hablar más con Verónica por teléfono. Me animó a buscar ayuda profesional en el centro de salud del pueblo. Me daba miedo que alguien me viera entrar ahí y empezara el chisme, pero un día reuní valor y fui.
La psicóloga se llamaba Laura y tenía una voz suave:
—¿Por qué cree que tiene que cargar sola con todo?
No supe qué responderle al principio. Pero después de varias sesiones entendí que no era débil por pedir ayuda; era valiente por atreverme a hacerlo.
Empecé a poner límites con mis hijos:
—No puedo cuidar a los niños todos los días —le dije a Sofía una tarde—. También necesito tiempo para mí.
Al principio se molestó, pero luego entendió.
Con Raúl fue más difícil. No le gustaba verme salir sola ni hablar por teléfono tanto tiempo con Verónica.
—¿Ahora qué te pasa? Antes no eras así —me reclamó una noche.
—Estoy cansada de fingir que todo está bien —le respondí con voz temblorosa—. También tengo derecho a sentirme mal.
No fue fácil para él aceptarlo, pero poco a poco empezó a cambiar su actitud.
Hoy sigo luchando contra esos días grises en los que siento que no valgo nada si no estoy resolviendo los problemas de todos. Pero ya no me escondo detrás de una sonrisa falsa.
A veces me pregunto cuántas mujeres como yo hay en este país: mujeres invisibles, fuertes por fuera pero rotas por dentro. ¿Cuándo aprenderemos a pedir ayuda sin sentir vergüenza? ¿Cuándo dejarán de decirnos que aguantar es nuestra única opción?
¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido ese peso invisible? ¿Por qué crees que nos cuesta tanto mostrarnos vulnerables?