Dividir la nevera, dividir la familia: Crónica de una convivencia imposible

—¿Así que ahora quieres dividir la nevera como si fuéramos extraños?— La voz de doña Carmen retumbó en la cocina, tan filosa como el cuchillo con el que picaba cebolla. Yo apenas podía sostenerle la mirada. Mi hija, Valentina, jugaba en el piso con una tapa de yogur, ajena al huracán que se desataba sobre su cabeza.

No era la primera vez que discutíamos, pero sí la primera vez que sentí que el aire se volvía irrespirable. Mi esposo, Andrés, se quedó mudo, mirando el celular como si ahí estuviera la solución a todos nuestros problemas. Yo respiré hondo y traté de explicarme:

—No es por pelear, doña Carmen. Es que… a veces no encuentro mis cosas. El otro día compré pollo para Valentina y desapareció. Solo quiero un poco de orden.

Ella soltó una risa amarga.

—¡Orden! ¿Y desde cuándo tú pones las reglas aquí? Cuando yo tenía tu edad, ya había criado a tres hijos sola en un rancho de zinc. Nunca necesité dividir nada. Aquí todos comemos lo que hay y punto.

Sentí las lágrimas ardiendo detrás de los ojos, pero no iba a darle ese gusto. No otra vez. Desde que Andrés y yo nos mudamos con ella, después de que él perdió su trabajo en la fábrica textil, cada día era una prueba de resistencia. Yo había dejado mi puesto en la biblioteca municipal para cuidar a Valentina y ahorrar en guardería. Andrés ahora vendía repuestos para motos en el centro, pero apenas alcanzaba para pagar los servicios y algo de comida.

Salir de aquí no era opción. Los alquileres en Medellín se habían disparado y mi salario como bibliotecaria no alcanzaría ni para un cuarto en El Poblado. Así que aquí estábamos: cuatro adultos y una niña en un apartamento de dos habitaciones, compartiendo todo… hasta el aire.

La nevera era el campo de batalla más reciente. Yo compraba yogur para Valentina, frutas para mí, queso para Andrés. Doña Carmen llenaba los estantes con ollas de sancocho, bolsas de arepas y refrescos baratos. A veces, cuando abría la puerta, sentía que la comida se mezclaba igual que nuestras vidas: sin espacio propio, sin límites claros.

Esa tarde, después del grito, me encerré en el baño y lloré en silencio. ¿Era tan grave querer un poco de control? ¿Tan egoísta pedir un estante para mis cosas? Recordé a mi mamá en Bucaramanga, siempre diciendo: “Uno no debe meterse en casa ajena”. Pero esta también era mi casa ahora… ¿o no?

Esa noche, Andrés intentó mediar:

—Mamá, no es por pelear. Solo queremos evitar confusiones. A veces se pierden cosas…

Doña Carmen lo interrumpió:

—¿Y tú también te vas a poner del lado de ella? ¡Si tanto les molesta cómo vivo, váyanse!

Andrés bajó la cabeza. Yo sentí una punzada de rabia y tristeza. No era tan fácil irnos. Él lo sabía, ella lo sabía… todos lo sabíamos.

Los días siguientes fueron un suplicio. Doña Carmen dejó de hablarme salvo lo indispensable. Cuando cocinaba, hacía solo para ella y Andrés. Yo preparaba algo rápido para Valentina y para mí: arroz con huevo, arepas con queso, lo que hubiera. La tensión era tan densa que hasta Valentina empezó a preguntar por qué la abuela ya no le daba jugo.

Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a doña Carmen hablando por teléfono con su hermana:

—Esta muchacha quiere mandar aquí… ¡Imagínate! Hasta la nevera quiere dividir… Si mi difunto viera esto…

Me mordí los labios hasta casi sangrar. ¿Por qué todo tenía que ser una guerra? ¿Por qué no podía sentirme en casa?

Un sábado por la mañana, mientras Andrés estaba en el trabajo y Valentina dormía la siesta, me armé de valor y busqué a doña Carmen en el balcón. Ella fumaba un cigarrillo barato y miraba las montañas lejanas.

—Doña Carmen… —empecé—. Sé que no soy su hija y que usted ha pasado por cosas muy duras. Pero yo también estoy cansada. No quiero pelear más.

Ella me miró con ojos cansados.

—¿Y qué quieres que haga? Aquí todo es difícil. Yo tampoco quería esto… pero así es la vida.

Me senté a su lado y por primera vez en mucho tiempo hablamos sin gritos ni reproches. Me contó cómo fue criar a sus hijos sola después de que su marido murió en un accidente de bus; cómo tuvo que limpiar casas ajenas para pagarles el colegio; cómo soñaba con tener una casa grande donde cada quien tuviera su espacio.

—Pero nunca se pudo —dijo al final—. Siempre tocó apretarse… compartir hasta lo poco.

Sentí un nudo en la garganta. Le conté mis propios miedos: el temor a no poder darle a Valentina una vida mejor; la frustración de depender económicamente de otros; la sensación de estar siempre pidiendo permiso para existir.

Esa tarde no resolvimos nada concreto. La nevera siguió igual de llena y desordenada. Pero algo cambió entre nosotras: una tregua silenciosa, un reconocimiento mutuo del dolor ajeno.

Con el tiempo, aprendimos a negociar pequeños espacios: una canasta para mis cosas, otra para las suyas; etiquetas con nombres; acuerdos tácitos sobre quién cocina qué día. No era perfecto, pero era mejor que antes.

A veces pienso en todas las familias como la nuestra: apretadas por la economía, obligadas a convivir más allá del amor o el cariño; familias donde hasta lo más simple —como un estante en la nevera— puede convertirse en símbolo de todo lo que falta o duele.

¿Será que algún día podremos vivir sin sentirnos invasores en nuestra propia casa? ¿O estamos condenados a pelear por migajas mientras soñamos con algo mejor?