Doce años de promesas: La última petición de mi abuela
—Zulema, ¿puedes prometerme algo?— La voz de mi abuela Carmen temblaba, apenas audible entre el zumbido del ventilador y el bullicio de la calle en San Miguel de Tucumán. Yo estaba arrodillada junto a su cama, limpiando el sudor de su frente con una toalla gastada. Llevaba doce años cuidándola, desde que la diabetes le robó la vista y la artritis le torció las manos. Doce años de dejar mi trabajo temprano, de cargar bolsas del mercado, de limpiar su casa y escuchar sus historias una y otra vez.
—Claro, abuela. Lo que sea —respondí sin pensarlo, porque así era siempre. Yo era la nieta buena, la que nunca decía que no.
Pero esa tarde, mientras el sol caía a plomo sobre los techos de chapa y los perros ladraban en la vereda, mi abuela me miró con una seriedad que nunca le había visto.
—Quiero que cuando yo me vaya, le des la casa a tu tía Marta —dijo. El aire se volvió espeso. Sentí que el corazón me caía a los pies.
—¿A la tía Marta? —repetí, como si no hubiera escuchado bien. Mi tía Marta, la hermana menor de mi mamá, la que se fue a Buenos Aires hace veinte años y solo llamaba para los cumpleaños. La que nunca vino a ayudar ni un solo día.
—Ella la necesita más que tú —susurró mi abuela, como si eso lo explicara todo.
No dije nada. Solo asentí, porque ¿cómo decirle que no a una mujer que me crió cuando mi madre murió? ¿Cómo explicarle que yo también necesitaba un lugar en el mundo?
Esa noche, mientras lavaba los platos en la cocina oscura, escuché a mi hermano menor, Diego, hablando por teléfono en voz baja:
—Zulema está loca si cumple esa promesa. Esa casa es lo único que tenemos…
Me dolió escucharlo, pero más me dolía la mirada de mi abuela cada vez que entraba a su cuarto. Como si supiera que yo estaba luchando por dentro.
Los días pasaron y la salud de Carmen empeoró. Mi tía Marta llegó de Buenos Aires con un bolso caro y un perfume fuerte. Se instaló en la casa como si nunca se hubiera ido.
—Ay, Zulema, ¡cómo has cambiado! —me dijo con una sonrisa falsa—. Qué bueno que cuidaste tan bien a mamá.
La tensión crecía en cada comida. Marta traía facturas y hablaba de vender la casa para mudarse a un departamento en el centro. Diego no le dirigía la palabra. Yo me sentía invisible.
Una tarde, mientras le cambiaba las vendas a mi abuela, ella me tomó la mano con fuerza.
—Prometeme que no vas a pelear con tu tía. No quiero verlas enemistadas por esto.
—Abuela… —quise decirle tantas cosas: que yo también tenía sueños, que había dejado todo por ella, que esa casa era lo único seguro en mi vida. Pero solo asentí otra vez.
El día que Carmen murió, la casa se llenó de familiares que no veía hace años. Todos hablaban en voz baja sobre la herencia. Marta lloraba más fuerte que nadie.
Después del entierro, Marta me llamó al patio.
—Zulema, mamá te lo pidió. Espero que cumplas tu palabra.
Sentí rabia y tristeza mezcladas. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la que cedía?
Los días siguientes fueron un infierno. Diego me rogaba que peleara por la casa. Mis primas decían que era una tonta si renunciaba a lo único que nos quedaba. Pero yo solo podía pensar en los ojos cansados de mi abuela y en esa promesa hecha en un momento de vulnerabilidad.
Una noche, mientras revisaba los papeles viejos de Carmen, encontré una carta dirigida a mí:
«Querida Zulema,
Sé que te pido mucho. Sé cuánto has dado por mí y cuánto te duele esta decisión. Pero quiero creer que el amor es más fuerte que las cosas materiales. No quiero dejar peleas ni resentimientos cuando ya no esté. Confío en tu corazón noble para hacer lo correcto.
Con amor,
Carmen»
Lloré hasta quedarme dormida con la carta apretada contra el pecho.
Al día siguiente, reuní a toda la familia en el comedor. Marta estaba sentada con las llaves en la mano.
—Voy a cumplir lo que le prometí a la abuela —dije con voz temblorosa—. Pero quiero dejar claro algo: yo no lo hago por ti ni por nadie más. Lo hago porque ella me lo pidió y porque no quiero cargar con ese peso toda mi vida.
Marta sonrió satisfecha. Diego salió dando un portazo. Mis primas me miraron con lástima y admiración al mismo tiempo.
Me fui de esa casa con una mochila y el corazón hecho trizas. Conseguí alquilar una piecita cerca del hospital donde trabajo como enfermera. A veces paso por la vieja casa y veo las luces encendidas, escucho risas nuevas donde antes solo había silencio y cuidados.
No sé si hice lo correcto. A veces siento orgullo por haber cumplido mi palabra; otras veces siento rabia por haber sacrificado tanto sin recibir nada a cambio.
¿Vale la pena cumplir promesas hechas desde el dolor? ¿O hay momentos en los que debemos pensar primero en nosotros mismos? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?