Dom ajeno: el domingo que dejó de ser nuestro
—Mamá, ¿puedes no venir este domingo? Queremos tener la casa solo para nosotros —me dijo Mariana, mi nuera, con esa voz suave que usa cuando quiere evitar un conflicto, pero que igual corta como cuchillo.
Me quedé helada. El teléfono temblaba en mi mano. No supe qué decir. ¿Cómo le explico que para mí el domingo es sagrado? Que desde niña, en mi casa en Puebla, el domingo era el día del caldo de pollo, de las tortillas recién hechas y de la mesa llena de voces. Que cuando mi hijo, Emiliano, se casó con Mariana, sentí alivio de que esa tradición seguiría viva. Que cada domingo en su casa era como volver a ser parte de algo grande, algo que me daba sentido.
Pero ahora, con una sola frase, Mariana me estaba diciendo que ya no era bienvenida. Que mi lugar en esa mesa se había perdido.
Colgué sin responder. Me senté en la cocina, mirando la olla donde ya hervía el caldo. El aroma a cilantro y pollo llenaba la casa vacía. Me vinieron a la mente las risas de mis nietos, Sofi y Mateo, corriendo por el patio, pidiéndome más tortillas o un pedazo extra de pastel. ¿Acaso hice algo mal? ¿Me volví una carga?
Esa noche no pude dormir. Recordé cuando Emiliano era niño y me decía: “Mamá, ¿el domingo vamos a ir con los abuelos?” Yo siempre decía que sí. Porque así debía ser: los domingos eran para la familia. Pero ahora todo ha cambiado. Las familias ya no se juntan como antes. Cada quien quiere su espacio, su privacidad. ¿Y qué pasa con nosotros, los abuelos?
Al día siguiente, Emiliano me llamó.
—Mamá, no te vayas a enojar con Mariana. Solo queremos descansar un poco este domingo. Los niños han estado muy inquietos y queremos estar tranquilos.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Y yo no soy parte de esa tranquilidad? —pregunté sin poder evitarlo.
Hubo un silencio largo.
—Claro que sí, mamá… pero a veces necesitamos estar solos. No es por ti.
No es por ti. Pero sí es por mí.
Pasé la semana como un fantasma en mi propia casa. El domingo llegó y la mesa quedó puesta para uno solo. Me senté frente al plato humeante y lloré en silencio. Me pregunté si otras madres sentirían lo mismo: ese vacío que deja el hijo cuando ya no te necesita, cuando tu presencia se vuelve una costumbre incómoda.
El lunes fui al mercado y encontré a Doña Lupita, una vecina que siempre tiene tiempo para platicar.
—¿Y los nietos? —me preguntó mientras elegía tomates.
—Ya no voy los domingos —le respondí bajito.
Ella asintió con tristeza.
—A mí me pasó igual con mis hijas. Ahora solo me llaman cuando necesitan que les cuide a los niños o les prepare algo especial.
Me di cuenta de que no estaba sola en este dolor. Muchas mujeres como yo hemos sido desplazadas poco a poco de la vida familiar. Nos convertimos en invitadas ocasionales en las casas que ayudamos a construir.
Esa tarde decidí llamar a Emiliano.
—Hijo, ¿puedo preguntarte algo?
—Claro, mamá.
—¿Te molesta que vaya los domingos? ¿Prefieres que ya no vaya?
Escuché su suspiro al otro lado del teléfono.
—No es eso, mamá… solo que a veces Mariana y yo necesitamos tiempo para nosotros. Los niños también tienen sus actividades…
—¿Y yo? —le interrumpí— ¿Dónde quedo yo?
No supo qué responderme. Colgamos en silencio.
Esa noche soñé con mi madre, con mi abuela, todas reunidas alrededor de una mesa enorme donde nunca faltaba un plato ni una silla para nadie. Me desperté llorando, sintiendo el peso de las generaciones sobre mis hombros.
El siguiente domingo decidí hacer algo diferente. Preparé mi caldo y lo llevé a la iglesia para compartirlo con las señoras del grupo de oración. Reímos, comimos y por primera vez en mucho tiempo sentí que pertenecía a algún lugar.
Pero al volver a casa, el silencio me golpeó otra vez. Miré las fotos de Emiliano y sus hijos en la repisa y me pregunté si algún día entenderán lo que significa para una madre ser desplazada del corazón de su familia.
¿Será que las familias están destinadas a separarse? ¿O hay algo que podamos hacer para no perder esos domingos llenos de amor?
Díganme ustedes: ¿cómo han vivido este cambio? ¿Qué harían en mi lugar?