Donde Nadie Desaparece

—¿Por qué no contestas, Arturo? ¿Dónde estás, mi hijo? —susurré al teléfono, aunque sabía que nadie respondería. Eran las cinco de la mañana y el sol apenas asomaba sobre las casas de la colonia. Mi nombre es Helena Licona y han pasado nueve meses desde que mi hijo desapareció. Nueve meses de silencio, de preguntas sin respuesta, de noches en vela mirando el techo y preguntándome si hice algo mal.

Al principio marcaba los días en el viejo calendario de la cocina, ese que me regaló mi hermana Lupita con la Virgen de Guadalupe. Cada día era una esperanza nueva: “Hoy sí va a llamar”, me decía. Pero los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Dejé de contar porque cada número era un recordatorio de mi fracaso como madre.

La última vez que vi a Arturo fue una tarde de lluvia. Tenía prisa, como siempre. “Mamá, regreso temprano”, me gritó desde la puerta mientras se acomodaba la mochila. Yo le pedí que no saliera, que estaba feo el clima y que últimamente la colonia estaba peligrosa. Él solo sonrió: “No te preocupes, ma, no me va a pasar nada”.

Pero sí pasó. Y desde entonces, mi vida se detuvo.

—¿Y si ya no vuelve? —me preguntó mi esposo, Ernesto, una noche mientras cenábamos en silencio. Su voz era apenas un susurro, pero sentí el golpe como si me hubieran dado una bofetada.

—No digas eso —le respondí con rabia—. Es nuestro hijo. ¡Tiene que volver!

Pero Ernesto ya estaba cansado. Cansado de ir a la delegación y recibir siempre la misma respuesta: “Estamos investigando, señora”. Cansado de ver cómo los vecinos bajaban la mirada cuando pasábamos por la calle, como si nuestra desgracia fuera contagiosa.

Lupita venía cada semana a verme. Me traía pan dulce y me ayudaba a limpiar la casa. Pero yo solo quería hablar de Arturo.

—Helena, tienes que comer —me decía mientras me servía café—. No puedes seguir así.

—¿Y cómo quieres que esté? ¿Cómo puedes vivir sabiendo que tu hijo puede estar muerto?

Ella no respondía. Solo me abrazaba fuerte y llorábamos juntas.

Fui a la policía tantas veces que ya conocía a todos los agentes por nombre. El comandante Ramírez me miraba con lástima cada vez que llegaba.

—Mire, señora Licona, aquí hay muchas desapariciones —me dijo un día—. Hacemos lo que podemos, pero usted sabe cómo está el país…

No quise escuchar más. Salí corriendo de ahí y me senté en la banqueta a llorar. Sentí rabia, impotencia, miedo. ¿Cómo puede ser que en México alguien desaparezca y nadie haga nada?

Empecé a buscar por mi cuenta. Pegué carteles con la foto de Arturo en los postes y en las tiendas del barrio. Fui a hospitales, a morgues, a refugios para jóvenes. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada.

Una noche recibí una llamada anónima.

—Si quieres volver a ver a tu hijo, deja de buscar —dijo una voz ronca al otro lado de la línea.

Me temblaron las manos y casi dejo caer el teléfono.

—¿Quién eres? ¿Dónde está Arturo? —grité.

Pero ya habían colgado.

Esa noche no dormí. Ernesto me dijo que debía dejar todo en manos de Dios, pero yo no podía resignarme. ¿Cómo iba a dejar de buscar a mi hijo?

Un día conocí a otras madres en la plaza del pueblo. Todas buscaban a sus hijos desaparecidos. Nos abrazamos como si nos conociéramos de toda la vida. Compartimos historias, fotos, lágrimas.

—No estamos solas —me dijo doña Rosario—. Juntas somos más fuertes.

Empezamos a organizar marchas y plantones frente a la fiscalía. Llevábamos pancartas con los rostros de nuestros hijos y gritábamos sus nombres hasta quedarnos sin voz.

La gente nos miraba con indiferencia o con miedo. Algunos nos apoyaban; otros nos decían que mejor nos calláramos para no meternos en problemas.

Una tarde, mientras pegaba un cartel cerca del mercado, un joven se me acercó.

—¿Usted es la mamá de Arturo? —me preguntó en voz baja.

Sentí un escalofrío.

—Sí… ¿lo conoces? ¿Sabes algo de él?

El muchacho miró hacia todos lados antes de hablar.

—Yo lo vi el día que desapareció. Estaba con unos tipos en una camioneta negra… No sé quiénes eran, pero no parecían buena gente.

Le rogué que me dijera más, pero solo negó con la cabeza y se fue corriendo.

Esa noche le conté todo a Ernesto y a Lupita. Ernesto se puso pálido y Lupita empezó a rezar en voz alta.

—¿Y si fue culpa mía? —dije entre sollozos—. ¿Y si pude hacer algo para evitarlo?

Ernesto me abrazó por primera vez en meses.

—No es tu culpa, Helena. Aquí nadie está seguro…

Pero yo no podía dejar de sentirme responsable.

Pasaron los meses y las autoridades nunca hicieron nada. La carpeta de investigación quedó archivada junto con cientos de casos más.

Un día recibí una carta sin remitente. Dentro había una foto borrosa de un joven encapuchado y un mensaje: “Sigue buscando”.

No sé si era Arturo o solo alguien jugando con mi dolor. Pero esa carta me dio fuerzas para seguir luchando.

Hoy han pasado nueve meses desde que desapareció mi hijo. Sigo esperando su regreso cada mañana cuando reviso la vieja casilla del correo al amanecer. Sigo pegando carteles aunque mis manos tiemblen y mis ojos ardan de tanto llorar.

A veces pienso que ya no puedo más; otras veces siento que si dejo de buscarlo sería como matarlo yo misma.

En este país donde nadie debería desaparecer, ¿por qué seguimos permitiendo el silencio? ¿Cuántas madres más tendrán que gritar para ser escuchadas?