Donde nadie desaparece: Nueve meses sin noticias de mi hijo

—¿Otra vez vas a salir, mamá? —me preguntó Sofía, mi hija menor, con la voz quebrada por el cansancio y la rabia contenida.

No respondí. Solo tomé mi bolso y salí al patio, donde el aire de la colonia Santa Lucía olía a tortillas quemadas y a promesas rotas. El sol apenas asomaba entre los cables eléctricos y los techos de lámina, pero yo ya estaba en la calle, caminando hacia la delegación. Nueve meses. Nueve meses desde que Arturo salió a buscar trabajo y nunca volvió.

Al principio, contaba los días en el calendario viejo que colgaba en la cocina. Marcaba cada uno con una cruz roja, como si así pudiera acercarme a una respuesta. Después pasé a contar semanas. Ahora ya no cuento nada. Solo sé que cada día sin noticias es como una herida abierta que no deja de sangrar.

En la delegación, el comandante Ramírez me recibió con la misma cara de fastidio de siempre.

—Señora Markova, ya le dijimos que no hay novedades —dijo sin mirarme a los ojos, mientras jugaba con su celular.

—¿Y si fuera su hijo, comandante? ¿También me diría que tenga paciencia? —le solté, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.

Él suspiró y se encogió de hombros.

—Aquí desaparecen muchos, señora. No podemos hacer milagros.

Salí de ahí temblando, con las manos sudorosas y el corazón hecho trizas. Afuera, los vecinos me miraban con lástima o con miedo. Algunos decían que Arturo se había metido en problemas con los narcos; otros murmuraban que seguro se fue a Estados Unidos sin avisar. Pero yo conozco a mi hijo. Sé que nunca me dejaría así, sin una palabra.

Esa noche, mientras cenábamos frijoles recalentados y tortillas duras, Sofía me miró con ojos llenos de reproche.

—¿Por qué no podemos ser como antes? ¿Por qué todo tiene que ser tan difícil?

No supe qué decirle. Solo atiné a acariciarle el cabello y prometerle que algún día todo iba a mejorar. Pero ni yo misma me creía esas palabras.

Los días pasaban lentos, como si el tiempo se burlara de mí. Cada mañana revisaba la vieja casilla del correo, esperando una carta, una nota, cualquier señal de Arturo. Nada. Solo cuentas por pagar y propaganda política.

Una tarde, mientras colgaba ropa en el patio, llegó doña Carmen, mi vecina de toda la vida.

—Helena, hija… dicen que vieron a tu Arturo en el mercado La Merced hace unos días. Que andaba con unos muchachos raros…

Mi corazón dio un brinco. Corrí al mercado esa misma tarde, preguntando a todos los vendedores si habían visto a mi hijo. Algunos decían que sí, otros me miraban como si estuviera loca. Al final del día, regresé a casa con los pies hinchados y el alma aún más rota.

Las peleas en casa se hicieron más frecuentes. Mi esposo, Julián, apenas hablaba. Se encerraba en el taller y salía solo para comer o gritarme que dejara de buscar fantasmas.

—¡Ya basta, Helena! ¡El muchacho se fue porque quiso! ¡Deja de arrastrarnos a todos en tu locura!

Pero yo no podía rendirme. No después de todo lo que habíamos pasado juntos. Recordaba cuando Arturo era niño y corría por el patio con un trompo en la mano; cuando me abrazaba fuerte después de una pesadilla; cuando me prometió que siempre estaría conmigo.

Una noche, mientras revisaba las redes sociales buscando pistas, recibí un mensaje anónimo: “Deje de buscar o va a lamentarlo”.

El miedo me paralizó por un instante. Miré a Sofía dormida en el sillón y sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar por encontrar a mi hijo?

Al día siguiente fui a ver al padre Tomás en la parroquia.

—Padre, ¿usted cree que Dios escucha nuestras súplicas? —le pregunté entre lágrimas.

Él me tomó las manos y me miró con compasión.

—A veces Dios guarda silencio para enseñarnos algo, Helena. Pero no pierdas la fe.

Salí de ahí sintiéndome más sola que nunca. La fe no llenaba el vacío en mi pecho ni calmaba el llanto de Sofía por las noches.

Un viernes por la tarde, mientras barría la entrada de la casa, llegó un joven desconocido en moto. Me entregó un sobre amarillo y se fue sin decir palabra. Temblando, abrí el sobre: adentro había una foto borrosa de Arturo, sentado en una banca junto a dos hombres encapuchados. Detrás de la foto solo había una palabra escrita: “Cállese”.

Corrí al taller a mostrarle la foto a Julián.

—¡Mira! ¡Es Arturo! ¡Está vivo!

Pero él solo negó con la cabeza.

—Eso puede ser cualquier cosa. Nos están jugando una broma pesada…

Esa noche no pude dormir. Me senté junto a la ventana viendo cómo las luces del barrio parpadeaban en la oscuridad. Pensé en todas las madres que han perdido a sus hijos en este país; en todas las familias rotas por la violencia y la indiferencia.

Al día siguiente fui al periódico local con la foto. El reportero me escuchó con atención y prometió publicar mi historia. Días después, mi cara apareció en primera plana bajo el titular: “Madre busca a su hijo desaparecido desde hace nueve meses”.

Las llamadas no tardaron en llegar: algunas para darme ánimos; otras para insultarme o amenazarme. Pero también recibí pistas: una mujer dijo haber visto a Arturo trabajando en una bodega al norte de la ciudad; otro hombre aseguró que lo vio cruzando hacia Guatemala.

Julián empezó a beber más seguido. Una noche llegó borracho y tiró todos los platos al suelo.

—¡Ya basta! ¡Nos vas a destruir a todos!

Sofía lloraba escondida bajo la mesa mientras yo recogía los pedazos rotos del piso… y también los de mi corazón.

Pero algo dentro de mí se negaba a rendirse. Seguí buscando, preguntando, tocando puertas aunque nadie quisiera abrirlas.

Un día recibí otra carta anónima: “Si sigues buscando, perderás todo”.

Fui a denunciarlo pero nadie me hizo caso. “Son cosas del barrio”, dijeron los policías.

La soledad se volvió mi única compañera fiel. Pero cada vez que pensaba en rendirme recordaba los ojos de Arturo cuando era niño: llenos de vida y esperanza.

Hoy han pasado exactamente nueve meses desde su desaparición. Sigo esperando una llamada, una señal… cualquier cosa que me devuelva a mi hijo o al menos me dé paz.

A veces me pregunto si vale la pena seguir luchando sola contra un sistema ciego y sordo; si algún día podré volver a dormir tranquila sabiendo que hice todo lo posible por encontrarlo.

¿Hasta dónde puede llegar una madre por amor? ¿Cuántas heridas puede soportar un corazón antes de romperse para siempre?