Donde nadie se pierde
—¿Otra vez vas a salir, Mariana? —me preguntó mi madre desde la mesa, su voz quebrada por el cansancio y la resignación.
No respondí. Tomé la mochila y salí al patio, donde el sol de mediodía caía como plomo sobre las tejas. Nueve meses. Nueve meses desde que Julián no volvió a casa. Nueve meses desde que la policía vino, tomó nota en un cuaderno mugroso y nos dijo que seguramente se había ido con una novia o a buscar trabajo a la frontera. Nueve meses desde que mi padre dejó de hablar y mi madre empezó a rezar cada noche hasta quedarse dormida sobre el rosario.
Al principio, marcaba los días en el calendario de la cocina, ese que nos regaló la panadería del barrio. Después, los días se volvieron semanas, y las semanas meses. Ahora, sólo cuento los silencios. Cada uno es un recordatorio de que Julián no está.
Salí a la calle, esquivando a los perros flacos y a los niños que jugaban fútbol con una botella de plástico. El calor era insoportable, pero yo ya no sentía nada. Caminé hasta la esquina donde vi a Julián por última vez. Llevaba su camiseta del América y una sonrisa cansada. «Vuelvo en un rato, mana», me dijo. Nunca volvió.
—¿Ya supiste lo de la hija de Don Ernesto? —me preguntó Lupita, mi vecina, mientras barría la banqueta.
—¿Desaparecida también?
Asintió con tristeza. En este pueblo, las desapariciones ya no sorprenden a nadie. Sólo duelen.
Fui al mercado a pegar otro cartel con la foto de Julián. «Se busca», decía en letras negras. Nadie lo miraba ya. La gente pasaba rápido, con la cabeza baja, como si mirar el cartel fuera invocar una maldición.
Regresé a casa al atardecer. Mi padre estaba sentado frente al televisor apagado. No me miró cuando entré.
—¿Encontraste algo? —preguntó mi madre desde la cocina.
Negué con la cabeza. Ella suspiró y siguió picando cebolla para la cena.
Esa noche soñé con Julián. Estaba parado en medio de un campo de maíz, llamándome. Corrí hacia él, pero cada vez estaba más lejos. Me desperté sudando y con el corazón hecho trizas.
Al día siguiente fui a la comandancia otra vez. El comandante Ramírez me recibió con fastidio.
—Señorita Mariana, ya le dijimos que estamos haciendo todo lo posible.
—¿De verdad? Porque yo no veo nada —le respondí, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
—Mire, aquí desaparecen muchos jóvenes. A veces se van por su cuenta…
—¡Mi hermano no se fue por su cuenta! —grité—. ¡Alguien se lo llevó!
Ramírez me miró como si yo fuera una loca más del pueblo. Me fui antes de que me echara.
En casa, mi madre lloraba en silencio mientras lavaba los platos. Mi padre salió sin decir palabra y no volvió hasta la madrugada, oliendo a mezcal barato.
Una tarde, mientras pegaba carteles en la carretera, un hombre se me acercó. Tenía el rostro curtido por el sol y los ojos llenos de miedo.
—No siga buscando, muchacha —me dijo en voz baja—. Aquí nadie quiere problemas.
—¿Qué sabe usted? —le pregunté, aferrando el cartel con fuerza.
—Sólo le digo que tenga cuidado. Hay cosas que es mejor no saber.
Me quedé helada. ¿Qué sabía ese hombre? ¿Por qué todos callaban?
Esa noche enfrenté a mi padre.
—¿Por qué no haces nada? ¡Es tu hijo!
Me miró con los ojos rojos y llenos de dolor.
—¿Y qué quieres que haga? Aquí nadie ayuda a los pobres como nosotros. Si preguntas mucho, terminas igual que él.
Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Cómo podía resignarse así?
Pasaron los días y las semanas. Un día recibí una llamada anónima.
—Si quieres volver a ver a tu hermano, deja de buscarlo —dijo una voz distorsionada antes de colgar.
El miedo me paralizó por un momento, pero luego sentí una fuerza nueva dentro de mí. No podía rendirme ahora.
Fui con Doña Rosa, la líder del colectivo de madres buscadoras del pueblo.
—No estás sola, hija —me dijo abrazándome—. Nosotras también buscamos a nuestros hijos.
Empezamos a ir juntas al monte, a los basureros clandestinos, a los caminos polvorientos donde dicen que entierran cuerpos sin nombre. Cada vez que encontrábamos un pedazo de ropa o un hueso, el corazón se me detenía.
Una tarde encontramos una camiseta amarilla entre los matorrales. Era igual a la de Julián. Caí de rodillas y lloré como nunca antes.
Doña Rosa me sostuvo fuerte.
—No pierdas la esperanza, Mariana. Hasta que no haya pruebas, seguimos buscando vivos.
Pero yo sentía que algo dentro de mí se rompía cada día un poco más.
Mi madre enfermó del corazón y mi padre empezó a beber más seguido. La casa se llenó de silencios y rezos apagados.
Un día llegó una carta sin remitente. Dentro había una foto borrosa: Julián sentado en una cama vieja, con los ojos tristes pero vivo. Al reverso sólo decía: «No busquen más».
Lloré abrazada a esa foto toda la noche. ¿Dónde estaba? ¿Quién lo tenía? ¿Por qué?
Fui al colectivo con la foto y juntas intentamos identificar el lugar: una pared azul descascarada, una ventana con rejas oxidadas… Nada reconocible.
La policía no hizo nada. «Podría ser un montaje», dijeron encogiéndose de hombros.
Pero yo no podía rendirme. Seguí buscando pistas, preguntando en cada pueblo cercano, hablando con gente que tenía miedo hasta de mirar mi cartel.
Una noche escuché pasos afuera de mi casa. Me asomé por la ventana y vi una sombra dejar algo en el portón: era la camiseta amarilla de Julián, limpia pero desgastada.
Corrí tras la sombra pero desapareció entre las calles oscuras del pueblo.
Esa noche supe que Julián seguía vivo… o al menos eso quería creer.
Hoy han pasado nueve meses y quince días desde su desaparición. Mi madre ya casi no sale de su cuarto y mi padre apenas habla conmigo. Pero yo sigo buscando, porque no puedo hacer otra cosa más que resistir y esperar.
A veces me pregunto si algún día volveremos a ser una familia completa o si este dolor será para siempre parte de nosotros. ¿Cuántas familias más tendrán que vivir esto antes de que algo cambie en nuestro país? ¿Hasta cuándo vamos a vivir con miedo y silencio?