Dos noches y un día: El reloj de mi vida

—¿Otra vez mirando el reloj, Camila? —La voz de doña Graciela, la jefa de contabilidad, retumbó en la oficina como una campana de iglesia. Sentí que todos los ojos se clavaban en mí, pero no aparté la vista del segundero que parecía burlarse de mi ansiedad.

—No, señora, sólo… —balbuceé, intentando sonar casual.

—¿Un hombre? —insistió ella, con esa sonrisa pícara que sólo las mujeres mayores pueden permitirse—. A tu edad, sólo por un hombre una mujer mira tanto el reloj.

Las carcajadas de mis compañeras llenaron el aire denso de la oficina. Yo sólo quería que la tierra me tragara. No era un hombre. Era mi madre. Y era mi hija. Y era el miedo a no llegar a tiempo para ninguna de las dos.

El reloj marcaba las 5:10. Faltaban cincuenta minutos para salir y yo sentía que cada segundo era una gota más en el vaso de mi desesperación. Mi celular vibró: un mensaje de mi mamá.

«¿Vas a llegar tarde otra vez? Valeria tiene fiebre.»

Mi corazón se apretó. Valeria, mi hija de seis años, llevaba dos días enferma. Mi mamá, doña Rosa, había venido desde Santa Marta para ayudarme mientras yo trabajaba en Bogotá. Pero su ayuda venía con condiciones: críticas constantes sobre mi vida, mis decisiones y, sobre todo, sobre el hecho de criar sola a mi hija.

«Estoy haciendo lo que puedo», respondí rápido, con los dedos temblorosos.

—¿Problemas en casa? —preguntó Lucía, mi amiga y compañera de cubículo.

—Mi mamá… Valeria está enferma otra vez. Y yo aquí, atrapada —susurré.

Lucía me miró con compasión. Ella sabía lo que era ser madre soltera en esta ciudad: la culpa constante, el juicio ajeno, la soledad disfrazada de independencia.

El reloj avanzaba lento. Cada llamada telefónica era una tortura. Cada archivo por revisar, una montaña imposible. Cuando por fin dieron las seis, recogí mis cosas y salí corriendo bajo la lluvia bogotana, esquivando charcos y vendedores ambulantes.

En el TransMilenio, apretada entre desconocidos, repasaba mentalmente la conversación inevitable con mi madre. Sabía que me esperaba con ese gesto severo y las palabras afiladas que siempre encontraba para recordarme mis fracasos.

Al abrir la puerta del apartamento, el olor a eucalipto me golpeó primero. Mi mamá estaba sentada junto a Valeria, que dormía envuelta en mantas.

—Llegas tarde —dijo doña Rosa sin mirarme—. La niña te necesitaba y tú…

—¡Mamá! Trabajo para darle lo mejor a Valeria. No puedo estar en dos lugares al mismo tiempo —respondí, sintiendo cómo la rabia y la culpa se mezclaban en mi pecho.

—Eso decías cuando te fuiste con ese hombre —espetó ella—. Y mira cómo terminaste: sola y con una niña enferma.

Las palabras me cortaron como cuchillos. Recordé a Andrés, el papá de Valeria, y cómo me había prometido una vida mejor lejos del pueblo. Pero cuando supo que estaba embarazada, desapareció como tantos otros hombres en historias parecidas a la mía.

Me arrodillé junto a Valeria y le acaricié la frente sudorosa. Mi hija abrió los ojos apenas y murmuró:

—¿Mami?

—Aquí estoy, amor —le susurré—. Todo va a estar bien.

Pero no estaba segura de nada.

Esa noche casi no dormí. Escuchaba la respiración pesada de Valeria y los suspiros resignados de mi madre desde el otro cuarto. Pensé en todas las veces que había soñado con una vida diferente: una familia unida, un trabajo donde pudiera crecer sin sentirme culpable por ser madre… pero la realidad era otra.

Al día siguiente, pedí permiso en el trabajo para llevar a Valeria al hospital. Doña Graciela puso los ojos en blanco cuando le expliqué la situación.

—Camila, entiéndeme… aquí todos tenemos problemas personales. Pero si sigues faltando así, tendré que buscar a alguien más responsable —dijo con voz fría.

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo elegir entre mi hija y mi trabajo? ¿Por qué siempre tenía que sacrificar algo?

En la sala de espera del hospital público, rodeada de madres con historias parecidas a la mía, escuché fragmentos de conversaciones:

—Mi esposo se fue hace dos años…

—Trabajo limpiando casas y no me alcanza…

—Mi mamá dice que todo es culpa mía…

Me sentí menos sola pero más triste. ¿Por qué nos culpaban siempre a nosotras?

Valeria tenía una infección viral; nada grave según el médico, pero debía quedarse en casa unos días más. Al volver al apartamento, encontré a mi madre empacando su maleta.

—¿Te vas? —pregunté sorprendida.

—No puedo seguir aquí viendo cómo te destruyes —dijo ella—. No escuchas consejos. No aceptas ayuda verdadera. Te crees muy fuerte pero estás sola.

La vi salir sin mirar atrás. Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Ahora sí estaba sola de verdad.

Esa noche me senté junto a Valeria y le conté un cuento inventado sobre una princesa valiente que luchaba contra dragones invisibles. Mientras hablaba, entendí que yo era esa princesa y mis dragones eran la culpa, el miedo y las expectativas ajenas.

Al día siguiente fui al trabajo con la cabeza alta. Pedí hablar con doña Graciela:

—Necesito flexibilidad para cuidar a mi hija —le dije—. Si no es posible aquí, buscaré otro lugar donde entiendan lo que significa ser madre sola.

Ella me miró sorprendida pero no dijo nada por unos segundos.

—Veré qué puedo hacer —respondió finalmente.

Salí de su oficina temblando pero orgullosa. Por primera vez sentí que estaba tomando las riendas de mi vida.

Ahora escribo estas líneas mientras Valeria duerme tranquila a mi lado. Mi mamá no ha llamado desde que se fue; tal vez algún día entienda mis decisiones o tal vez no. Pero hoy sé que no soy menos por criar sola a mi hija ni por pedir ayuda cuando la necesito.

¿Hasta cuándo vamos a cargar con culpas que no nos pertenecen? ¿Cuántas mujeres más tendrán que elegir entre ser buenas madres o buenas trabajadoras? Ojalá algún día podamos ser simplemente mujeres valientes viviendo nuestra verdad.