El Abrazo Que Faltaba: Una Historia de Tres Generaciones

—¡Mamá, la abuela no nos quiere!— gritaron al unísono mis hijas, Valeria y Camila, apenas cruzaron el umbral de la puerta. El olor a milanesas recién fritas llenaba la cocina, pero el aire se volvió denso, casi irrespirable. Dejé el cucharón sobre la mesa y salí al pasillo, secándome las manos en el delantal.

—¿Qué pasó ahora?— pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras mi corazón latía con fuerza.

Valeria, la mayor, tenía los ojos rojos y la mandíbula apretada. Camila, más pequeña, se aferraba a su mochila como si fuera un salvavidas.

—La abuela nunca nos abraza, ni nos dice que nos quiere. Solo nos da órdenes y se queja de todo— sollozó Camila.

Sentí una punzada en el pecho. Mi madre, Doña Teresa, siempre había sido así: dura, seca, incapaz de mostrar cariño con gestos o palabras. Pero escuchar a mis hijas decirlo en voz alta me dolió más de lo que esperaba.

—¿Le preguntaron por qué es así?— intenté suavizar la situación.

Valeria me miró con rabia contenida.—¡No es justo! Todas mis amigas dicen que sus abuelas las llenan de besos y regalos. ¿Por qué la nuestra no puede ser igual?

Me quedé en silencio. Recordé mi propia infancia en ese mismo barrio de Córdoba, Argentina. La casa siempre limpia, los horarios estrictos, el silencio como castigo. Mi madre nunca fue de abrazos ni palabras dulces. Cuando era chica, pensaba que así eran todas las madres. Pero ahora, viendo a mis hijas sufrir por esa misma frialdad, sentí una mezcla de culpa y tristeza.

Esa noche, después de acostar a las chicas, me senté sola en la cocina. El reloj marcaba las once y el zumbido del refrigerador era lo único que rompía el silencio. Pensé en llamar a mi madre, pero ¿qué le iba a decir? ¿Cómo se le pide a alguien que ame distinto después de setenta años?

Al día siguiente, fui a verla. Caminé las cinco cuadras hasta su casa con el corazón en la mano. Me recibió como siempre: con un gesto seco y un comentario sobre mi pelo despeinado.

—¿Y las chicas?— preguntó sin mirarme a los ojos.

—Están dolidas, mamá. Dicen que no las querés.

Se quedó quieta, mirando por la ventana hacia el patio donde colgaban las sábanas blancas.

—No digas pavadas, Julia. Yo hago todo por ustedes.

—No es lo mismo hacer que querer. Ellas necesitan sentirlo— insistí.

Mi madre apretó los labios.—En mis tiempos nadie andaba con esas cosas. Mi mamá nunca me abrazó y bien que salí adelante.

Sentí rabia y compasión al mismo tiempo.—¿Y eso te hizo feliz?

No respondió. Solo siguió mirando hacia afuera, como si buscara algo entre las sombras del limonero.

Volví a casa con el alma hecha trizas. ¿Estaba condenada a repetir la historia? ¿Podía romper ese ciclo?

Esa semana traté de compensar el vacío con más abrazos y palabras dulces para mis hijas. Pero ellas seguían preguntando por qué su abuela era diferente.

Una tarde, mientras ayudaba a Camila con la tarea, ella me miró seria:

—¿La abuela te quería cuando eras chica?

Me quedé helada.—A su manera…

—¿Y vos sos feliz así?

No supe qué responderle. Esa noche lloré en silencio, sintiendo el peso de generaciones enteras de mujeres incapaces de decir “te quiero”.

El domingo siguiente, invité a mi madre a almorzar. Preparé empanadas y puse la mesa con esmero. Cuando llegó, las chicas corrieron a esconderse en su cuarto.

Durante la comida reinó un silencio incómodo. Finalmente, Valeria se animó:

—Abuela… ¿por qué nunca nos das un abrazo?

Mi madre dejó el tenedor sobre el plato y suspiró.—No sé… nunca fui buena para esas cosas.

Camila se levantó y la abrazó por sorpresa. Mi madre se quedó rígida al principio, pero luego le acarició el pelo torpemente.

—Perdón… no sé hacerlo bien— murmuró.

En ese momento entendí que no era maldad ni falta de amor: era miedo, torpeza aprendida, heridas viejas que nunca sanaron.

Después de ese día, algo cambió. Mi madre empezó a quedarse más tiempo después del almuerzo. A veces leía cuentos a las chicas o les tejía bufandas mientras ellas veían tele. Los abrazos seguían siendo torpes y escasos, pero ya no eran imposibles.

Una tarde de invierno, mientras tomábamos mate en la galería, mi madre me miró con ojos cansados:

—Perdón si no supe ser una buena mamá…

Le apreté la mano.—Hiciste lo que pudiste con lo que tenías.

Esa noche abracé fuerte a mis hijas antes de dormir y les susurré al oído cuánto las amaba. Sentí que algo dentro mío también sanaba.

A veces me pregunto cuántas familias en nuestro país viven atrapadas en estos silencios heredados. ¿Cuántos abrazos nos faltan dar? ¿Cuánto cuesta romper el ciclo y empezar de nuevo?