El amor que divide: Confesiones de una abuela latinoamericana

—¡Mamá, por favor, no te metas!— gritó Lucía, mi hija, mientras cerraba la puerta de su apartamento en Envigado con un golpe seco. Afuera, el sol de la tarde caía sobre mi espalda, pero dentro de mí solo sentía frío. Había escuchado ese grito muchas veces antes, pero nunca había dolido tanto como hoy.

Me quedé allí, con las manos temblorosas y el corazón apretado, escuchando los sollozos ahogados de Sebastián, mi nieto menor. Tenía apenas doce años y ya conocía el sabor amargo de la indiferencia. Su hermana mayor, Valeria, siempre fue la luz de los ojos de Lucía. Desde pequeña, Lucía la vestía con los mejores vestidos, la llevaba a clases de ballet y presumía de sus logros en cada reunión familiar. Sebastián, en cambio, era el niño callado que jugaba solo en el patio, el que recibía regalos prácticos y abrazos distraídos.

Recuerdo una tarde lluviosa cuando Sebastián tenía ocho años. Se acercó a mí con un dibujo arrugado en la mano. «Abuela, mira lo que hice para mamá», me dijo con una sonrisa tímida. Era un dibujo de la familia: Lucía y Valeria estaban en el centro, grandes y sonrientes; él mismo estaba en una esquina, pequeño y casi borrado. Sentí un nudo en la garganta. «¿Por qué te dibujaste tan chiquito?», le pregunté. «Porque así me siento cuando estamos todos juntos», respondió bajito.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si debía hablar con Lucía, si debía enfrentarla y decirle lo que todos veíamos pero nadie se atrevía a nombrar: su amor era desigual. Pero siempre me detuvo el miedo a perderla, a que me alejara de mis nietos por entrometerme demasiado. Así pasaron los años, entre silencios incómodos y miradas esquivas.

Un día, durante la fiesta de quince años de Valeria, la diferencia se hizo insoportable. Lucía organizó una celebración enorme: salón decorado con globos dorados, orquesta en vivo y una mesa llena de regalos para Valeria. Sebastián estaba sentado en una esquina, vestido con una camisa prestada que le quedaba grande. Nadie lo invitó a bailar ni le preguntó si quería pastel. Yo me acerqué y le ofrecí un trozo de torta. «¿Por qué mamá no me mira igual que a Valeria?», me susurró al oído. No supe qué responderle.

Después de esa noche, Sebastián empezó a cambiar. Se volvió más callado, dejó de traerme dibujos y comenzó a pasar más tiempo fuera de casa. Lucía apenas lo notaba; estaba ocupada acompañando a Valeria a concursos y eventos sociales. Yo intenté compensar el vacío: lo invitaba a mi casa los fines de semana, le cocinaba sus platos favoritos y escuchaba sus silencios. Pero sabía que mi amor no podía reemplazar el de su madre.

Una tarde, encontré a Sebastián sentado en el parque del barrio, mirando el suelo con los ojos llenos de lágrimas. Me senté a su lado y le tomé la mano. «Abuela, ¿tú crees que algún día mamá me va a querer igual que a Valeria?» Su pregunta me atravesó como un cuchillo. Lo abracé fuerte y le prometí que siempre estaría para él, aunque sabía que eso no era suficiente.

El tiempo pasó y las heridas se hicieron más profundas. Valeria se fue a estudiar a Bogotá con una beca; Lucía lloró durante días y llenó la casa de fotos y recuerdos de su hija favorita. Sebastián terminó el colegio casi en silencio; su graduación fue un evento pequeño al que Lucía llegó tarde porque tenía una videollamada con Valeria.

Una noche, después de una discusión fuerte entre Lucía y Sebastián —él le reclamó por nunca haber ido a sus partidos de fútbol—, Sebastián hizo las maletas y se fue a vivir con su padre a otra ciudad. Lucía no lloró ni lo buscó; simplemente siguió con su vida como si nada hubiera pasado.

Yo sentí que mi familia se rompía en pedazos frente a mis ojos y no podía hacer nada para evitarlo. Intenté hablar con Lucía muchas veces:

—Hija, ¿no ves lo que le estás haciendo a Sebastián?— le decía suplicante.
—Mamá, no exageres. Cada hijo es diferente— respondía ella sin mirarme.

A veces pienso que fallé como madre por no haberle enseñado a Lucía a amar sin condiciones. Otras veces creo que la culpa es mía por no haber intervenido antes, por haber callado cuando debí gritar.

Hoy Sebastián es un joven distante; apenas me llama para Navidad o mi cumpleaños. Valeria viene a visitarme cada vez que puede y siempre trae regalos para su madre. Lucía sigue viviendo en su mundo perfecto donde solo existe su hija mayor.

A veces me siento sola en medio del silencio de mi casa. Miro las fotos familiares y me pregunto si todo este dolor pudo haberse evitado. ¿Cuántas familias latinoamericanas sufren por el favoritismo? ¿Cuántos niños crecen sintiéndose invisibles mientras los adultos miran hacia otro lado?

Me duele admitirlo: fui testigo del dolor de mi nieto y no hice lo suficiente para salvarlo. ¿Qué harían ustedes en mi lugar? ¿Es posible reparar un corazón roto por el amor desigual de una madre?