El anillo de los secretos: Una noche en la orilla del Magdalena
—¿Por qué no me miras a los ojos, Witoldo? —le pregunté, sintiendo el peso del anillo recién colocado en mi dedo, mientras las luces cálidas de la terraza se reflejaban en el río Magdalena y la música de vallenato llenaba el aire.
La fiesta era un derroche de alegría. Mis hermanas, Lucía y Mariana, reían a carcajadas con mis amigas del colegio; mis hijos, Camilo y Valeria, bailaban con sus primos. Todos brindaban por mí, Tamara Salcedo, la mujer que, según decían, lo tenía todo: un esposo exitoso, una familia unida, una vida cómoda en Barranquilla. Pero esa noche, mientras sostenía la copa de champaña y sentía el frío del zafiro en mi piel, algo dentro de mí se quebró.
—¡A la reina de la noche! —gritó mi cuñado Álvaro, levantando su copa.
—¡A Tamara! —corearon todos.
Witoldo me besó la mejilla. Su sonrisa era perfecta, pero sus ojos… sus ojos estaban lejos. Yo lo conocía demasiado bien. Habíamos sobrevivido juntos a la crisis del 99, a la enfermedad de mi madre, a los años duros cuando él perdió su empleo y yo tuve que vender arepas en la esquina para mantenernos. Pero ahora, cuando todo parecía estar en su lugar, sentía que algo se desmoronaba.
La fiesta siguió. Los meseros traían bandejas de empanadas y carimañolas; el acordeonero tocaba “La gota fría” y todos bailaban. Pero yo no podía dejar de mirar el anillo. Era hermoso: oro amarillo, un zafiro azul profundo rodeado de pequeños diamantes. Un lujo que nunca habíamos podido permitirnos antes.
Me acerqué a mi hermana Lucía.
—¿No crees que es demasiado? —le susurré.
—¡Ay, Tamara! Disfruta. Te lo mereces —me respondió, abrazándome—. Witoldo te adora.
Pero yo sabía que el amor no se mide en joyas. Fui al baño para respirar. Cerré la puerta y me miré al espejo. Vi a una mujer madura, con arrugas en los ojos y canas escondidas bajo el tinte. Vi a una esposa que había perdonado infidelidades antiguas, que había callado humillaciones por el bien de los hijos. Vi a una mujer cansada de fingir.
De pronto escuché voces afuera. Era Valeria hablando por teléfono:
—Sí, ya le dio el anillo… No sé cómo puede ser tan cínico…
Sentí un escalofrío. Abrí la puerta despacio y vi a mi hija de espaldas.
—¿Con quién hablas? —le pregunté.
Valeria se sobresaltó.
—Con… con Camilo. Nada importante.
Pero yo conocía esa voz temblorosa. Algo pasaba. Salí al jardín para tomar aire y vi a Witoldo hablando con una mujer joven, vestida de rojo. Era Laura, su asistente en la empresa.
Me acerqué sin hacer ruido y escuché:
—No debiste venir —decía él—. Esto es para Tamara.
—¿Y lo nuestro qué? —preguntó ella—. ¿Vas a seguir fingiendo?
Sentí que el mundo se me venía abajo. El anillo pesaba como una cadena. Volví a la fiesta con una sonrisa forzada. Mi hermana Mariana me abrazó:
—¿Estás bien?
—Perfectamente —mentí.
Pero por dentro hervía de rabia y tristeza. ¿Cuántas veces más iba a soportar las mentiras? ¿Cuántas veces más iba a sacrificar mi dignidad por mantener la imagen de familia perfecta?
La música paró para el brindis final. Witoldo tomó el micrófono:
—Quiero agradecerle a Tamara por estos años de amor y paciencia…
No pude más. Me levanté y le quité el micrófono.
—Gracias a todos por venir —dije con voz firme—. Pero hoy quiero brindar por mí misma. Por la mujer que ha aguantado más de lo que debía, por la madre que ha dado todo por sus hijos, por la esposa que merece respeto y no mentiras.
Hubo un silencio incómodo. Witoldo me miró sorprendido; Laura bajó la cabeza; mis hijos se acercaron preocupados.
—Hoy decido empezar de nuevo —continué—. No quiero más regalos vacíos ni promesas rotas. Quiero vivir en verdad.
Dejé el anillo sobre la mesa y salí al muelle, sintiendo el viento cálido del río en mi rostro. Mis lágrimas caían silenciosas mientras escuchaba los murmullos detrás de mí.
Valeria vino corriendo y me abrazó fuerte.
—Mamá, perdóname… Yo sabía algo pero tenía miedo de decírtelo…
La abracé con fuerza.
—No tienes que protegerme más, hija. Ahora me toca protegerme yo misma.
Esa noche dormí sola por primera vez en treinta años. Escuché los grillos y el rumor del río Magdalena mientras pensaba en todo lo que había callado por miedo al qué dirán, por miedo a estar sola, por miedo a romper la familia.
A la mañana siguiente, Witoldo intentó hablar conmigo.
—Tamara, fue un error… No quise hacerte daño…
Lo miré a los ojos por fin.
—El daño ya está hecho. Ahora me toca sanar a mí.
Mis hijos me apoyaron. Mi hermana Lucía me llevó flores y empanadas caseras; Mariana se quedó conmigo esa semana para acompañarme en el silencio incómodo de la casa vacía. Poco a poco fui recuperando fuerzas: volví a pintar, retomé mis clases de cocina para mujeres del barrio, salí a caminar por las mañanas junto al río.
La noticia corrió rápido entre los vecinos: “Tamara dejó a Witoldo después de tantos años”. Algunos me juzgaron; otros me felicitaron por mi valentía. Yo solo quería paz.
Hoy miro mis manos vacías y siento alivio. El zafiro era hermoso pero no era mío; era solo un símbolo de todo lo que había perdido: confianza, alegría, libertad. Ahora quiero reconstruir mi vida desde cero, sin lujos ni mentiras.
¿Vale la pena sacrificar tu felicidad por mantener las apariencias? ¿Cuántas mujeres más callan su dolor para no romper la imagen perfecta? Yo ya no quiero callar más.