El ascenso que nunca llegó: La historia de Mariana en la oficina de Bogotá
—¿Cómo que no fui yo? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el sudor frío me recorría la espalda. El reloj marcaba las 8:45 de la mañana y la oficina ya estaba llena de murmullos. Mi jefe, don Álvaro, evitaba mirarme a los ojos.
—Mariana, entiende… La decisión vino de arriba. No fue algo personal —dijo, acomodándose los lentes y revisando unos papeles que claramente no le interesaban más que mi reacción.
No podía creerlo. Había trabajado en esa oficina de Bogotá por casi siete años, quedándome hasta tarde, sacrificando cumpleaños familiares y hasta mi propia salud. Todo por ese ascenso a coordinadora de proyectos que, según todos, ya era mío. Pero esa mañana, una mujer desconocida —Valeria, recién llegada de Medellín— ocupaba mi escritorio soñado. Su sonrisa era perfecta, su acento paisa encantador, y su currículum… bueno, nadie lo había visto realmente.
Salí al baño antes de que las lágrimas me traicionaran. Me miré al espejo y vi a una mujer cansada, con ojeras profundas y el cabello recogido a la carrera. Recordé a mi mamá diciéndome: “Mariana, no te mates por un trabajo que nunca te va a querer como tú lo quieres”. Pero yo no le hice caso. ¿Cómo iba a explicarle ahora que todo ese esfuerzo no sirvió de nada?
El almuerzo fue peor. Mis compañeros cuchicheaban y me lanzaban miradas de lástima. Lucía, mi única amiga real en la oficina, se acercó con una empanada y una Coca-Cola.
—No te merecen, Mari —susurró—. Si quieres, vamos esta noche a tomar algo y desahogarte.
Pero yo solo quería desaparecer. Me encerré en el baño otra vez y llamé a mi hermana Camila.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó ella, siempre tan práctica.
—No sé… Siento que todo esto fue una pérdida de tiempo. ¿Para qué tanto sacrificio?
—Mira, Mari, tú eres la más berraca de todas. Si no te valoran ahí, búscate otro lugar donde sí lo hagan. O monta tu propio negocio, como siempre has querido.
Colgué sin responderle. La idea de empezar de cero me aterraba. Tenía 34 años, un alquiler que pagar en Chapinero y una mamá enferma que dependía de mí. No podía darme el lujo de renunciar.
Esa noche llegué a casa y encontré a mi mamá viendo una novela mexicana en la sala.
—¿Cómo te fue hoy? —preguntó sin apartar la vista del televisor.
Me senté a su lado y le conté todo entre sollozos. Ella me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a los truenos.
—Hijita, yo sé que duele. Pero acuérdate: uno vale por lo que es, no por lo que le dan en una oficina. Mañana será otro día.
Dormí mal esa noche. Soñé con Valeria sentada en mi escritorio, riéndose de mí junto con don Álvaro y los demás jefes. Me desperté sudando y con el corazón acelerado.
Al día siguiente, decidí enfrentar a Valeria. La encontré en la cafetería preparando un tinto.
—Hola, Mariana —dijo ella con su acento paisa—. Sé que esto es incómodo para ti… Quiero que sepas que admiro mucho tu trabajo.
No supe qué responderle. ¿Cómo admirar a alguien que te quita lo que más deseas? Pero algo en su mirada era sincero.
—Gracias —murmuré—. Espero que te vaya bien aquí.
Me alejé sintiéndome aún más vacía. ¿Por qué tenía que ser tan correcta? ¿Por qué no podía gritarle al mundo lo injusto que era todo?
Las semanas pasaron y el ambiente en la oficina se volvió insoportable. Don Álvaro me asignaba tareas menores; mis ideas ya no eran escuchadas en las reuniones; hasta Lucía empezó a distanciarse porque temía quedar mal con los jefes.
Una tarde, mientras revisaba unos informes en mi escritorio arrinconado, recibí un mensaje de Camila:
“¿Te acuerdas del concurso de emprendimiento del SENA? ¡Todavía puedes inscribirte!”
Por primera vez en semanas sentí una chispa de esperanza. Recordé mis sueños de juventud: abrir una cafetería literaria donde la gente pudiera leer poesía y tomar café colombiano del bueno. ¿Y si esta caída era la señal para intentarlo?
Esa noche hablé con mi mamá y Camila sobre la idea.
—Hazlo, hija —dijo mi mamá—. Yo te ayudo con lo que pueda.
—Yo te ayudo con las redes sociales —añadió Camila—. ¡Tú solo lánzate!
El proceso fue largo y lleno de dudas. Había días en los que quería rendirme; otros en los que soñaba despierta con el local lleno de gente leyendo y riendo. Mientras tanto, seguía trabajando en la oficina solo para pagar las cuentas.
Un viernes cualquiera, don Álvaro me llamó a su despacho.
—Mariana, he notado que ya no tienes el mismo ánimo de antes… Si quieres buscar otras oportunidades, lo entenderemos.
Sentí rabia e impotencia, pero también alivio. Era el empujón final que necesitaba para soltar ese lugar donde nunca me valoraron realmente.
Renuncié ese mismo día. Salí del edificio con lágrimas en los ojos pero el corazón liviano por primera vez en años.
Hoy escribo esto desde mi pequeña cafetería en Teusaquillo. No es fácil; hay días en los que apenas vendo dos cafés y otros en los que el local se llena de estudiantes y poetas soñadores. Pero cada vez que veo a alguien sonreír mientras lee un libro con un café caliente entre las manos, sé que tomé la decisión correcta.
A veces me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos nuestros sueños por miedo al fracaso o por complacer a otros? ¿Cuántas Marianas hay allá afuera esperando un ascenso que nunca llegará? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por un reconocimiento que tal vez nunca llegue?
¿Y tú? ¿Te has sentido alguna vez así? ¿Qué harías si estuvieras en mi lugar?