El capricho de mi hija casi destruye mi amistad: “¿No puede jugar sola o ver caricaturas?”
—¡Mamá, mamá, mamá! —gritaba Valeria desde la sala, mientras yo intentaba servir el café con las manos temblorosas. El calor de Monterrey se colaba por las ventanas y el ventilador apenas lograba mover el aire denso. Mi mejor amiga, Mariana, acababa de llegar con su hijo recién nacido, Emiliano, y yo quería que todo fuera perfecto. Pero Valeria, mi hija de cinco años, no estaba dispuesta a compartir el centro de atención.
—¿No puede jugar sola o ver caricaturas? —susurró mi esposo, Javier, desde la cocina, con una mezcla de fastidio y cansancio en la voz. Sentí cómo me ardían las mejillas. Mariana fingió no escuchar, pero vi cómo apretaba los labios y abrazaba a Emiliano con más fuerza.
Desde que Mariana se convirtió en madre, algo cambió entre nosotras. Antes hablábamos de todo: chismes del trabajo, sueños frustrados, hasta de los hombres que nos rompieron el corazón en la prepa. Pero ahora, cada conversación giraba en torno a Emiliano. Sus fotos inundaban mis redes sociales; cada perfil suyo tenía la misma imagen: ella y su bebé. Yo sentía que la perdía poco a poco.
Valeria, celosa y confundida, empezó a portarse peor. Se tiraba al suelo si no le hacíamos caso, lloraba si veía a Emiliano en brazos de alguien más. Mariana intentaba ser paciente, pero su mirada me decía todo: “¿Por qué no puedes controlar a tu hija?”
—Valeria, por favor —le rogué—. ¿Por qué no juegas un rato con tus muñecas? Mira, Emiliano está dormido.
—¡No quiero! —gritó ella—. ¡Quiero que Mariana me vea bailar!
Mariana sonrió forzada y aplaudió débilmente mientras Valeria giraba sobre sí misma. Javier se levantó bruscamente y salió al patio. Sentí que el aire se volvía aún más pesado.
—¿Sabes? —dijo Mariana en voz baja—. A veces siento que me estoy volviendo invisible para todos menos para Emiliano.
Me quedé callada. Quise decirle que yo sentía lo mismo, pero con Valeria. Que la maternidad nos había robado la identidad y ahora solo éramos “la mamá de”. Pero no lo hice. En vez de eso, le ofrecí más café y fingí una sonrisa.
La tarde avanzó entre berrinches y silencios incómodos. Cuando Emiliano despertó llorando, Valeria aprovechó para tirar su jugo sobre el tapete nuevo. Mariana soltó un suspiro exasperado.
—¿Por qué no la llevas al parque un rato? —sugirió Mariana—. Tal vez necesita distraerse.
Sentí el reproche disfrazado en su voz. Salí con Valeria al parque del fraccionamiento. Caminamos en silencio hasta que ella preguntó:
—¿Ya no eres mi amiga?
Me detuve en seco. Me agaché a su altura y le limpié las lágrimas.
—Siempre seré tu amiga, mi amor. Pero también tengo otras amigas, como Mariana. Y ella ahora tiene a Emiliano.
Valeria bajó la cabeza.
—¿Y si yo tuviera un hermanito?
No supe qué responderle. La verdad era que Javier y yo apenas podíamos con uno.
Regresamos a casa cuando ya caía la tarde. Mariana estaba guardando sus cosas apresurada.
—Creo que es mejor que me vaya —dijo sin mirarme a los ojos.
Javier apareció en la puerta con cara de alivio.
—Gracias por venir —dijo él, demasiado rápido.
Mariana salió sin despedirse bien de Valeria. Cerré la puerta sintiendo un nudo en el estómago.
Esa noche discutimos fuerte con Javier.
—No puedo más —me dijo él—. No es normal que Valeria no pueda estar sola ni cinco minutos. Y Mariana… parece obsesionada con su hijo. ¿No ves cómo te ignora?
Me dolió escucharlo porque era cierto. Pero también sabía que yo tampoco era la misma amiga de antes.
Pasaron los días y Mariana no me escribió. Yo tampoco lo hice. En redes sociales seguía viendo sus fotos con Emiliano: en el parque, en la iglesia, hasta en el súper. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
Una tarde recibí un mensaje suyo: “¿Podemos hablar?”
Nos vimos en una cafetería del centro, lejos de niños y esposos.
—Perdón por el otro día —dijo ella apenas nos sentamos—. Estoy agotada. Siento que nadie me entiende… ni siquiera tú.
Yo también lloré.
—Yo tampoco me entiendo a veces —le confesé—. Siento que Valeria me absorbe toda la energía y ya no sé cómo ser buena madre ni buena amiga.
Nos quedamos calladas largo rato, compartiendo ese cansancio silencioso que solo las madres entienden.
Al final nos abrazamos fuerte.
Hoy todavía lucho con los berrinches de Valeria y Mariana sigue publicando fotos de Emiliano cada día. Pero aprendimos a darnos espacio y a pedir ayuda cuando lo necesitamos.
A veces me pregunto: ¿cuántas amistades se pierden por no hablar a tiempo? ¿Cuántas madres se sienten solas aunque estén rodeadas de gente?
¿Y tú? ¿Has sentido que la maternidad o los celos de tus hijos han puesto en peligro tus amistades?