El desayuno de cada mañana: el secreto que cambió mi boda

—¿Por qué sigues llevándole comida a ese hombre, Mariana? —me preguntó mi madre una mañana, mientras yo envolvía una torta de huevo y frijoles en papel aluminio.

No respondí. Solo sonreí y metí la torta en mi mochila junto con un café caliente en un vaso desechable. Salí de casa antes de que pudiera seguir con su sermón. Caminé rápido por las calles de la colonia Guerrero, esquivando los baches y el bullicio matutino, hasta llegar a la iglesia vieja donde, desde hacía tres años, se sentaba Don Ernesto. Siempre en el mismo escalón, con su gorra raída y los ojos cansados.

—Buenos días, Don Ernesto —le dije, extendiéndole el desayuno.

Él solo asintió, como siempre. Nunca pedía nada. A veces, ni siquiera hablaba. Pero yo sentía que, en ese pequeño ritual, había algo más grande que nosotros dos.

Así pasaron los años. Yo crecí, terminé la universidad, conseguí trabajo en una oficina del centro y conocí a Javier, el amor de mi vida. Mi madre seguía sin entender por qué insistía en ayudar a un desconocido cuando apenas nos alcanzaba para llegar a fin de mes. «La caridad empieza por casa», repetía. Pero yo no podía dejar de hacerlo.

El día de mi boda llegó más rápido de lo que esperaba. Era una mañana lluviosa de junio y la iglesia estaba llena de flores blancas y familiares nerviosos. Mi padre me tomó del brazo antes de entrar.

—¿Estás lista para empezar tu nueva vida? —me susurró.

Asentí, aunque sentía un nudo en el estómago. No era miedo al matrimonio; era la sensación de que algo importante estaba por suceder.

La ceremonia fue hermosa. Javier me miraba con esos ojos llenos de promesas y yo sentía que todo valía la pena. Cuando salimos al atrio para las fotos, noté algo extraño: doce personas que no reconocía estaban paradas cerca de la entrada. Vestían ropa sencilla, algunos con mochilas viejas, otros con chaquetas gastadas. Entre ellos, Don Ernesto.

Mi madre frunció el ceño.

—¿Quiénes son esos? ¿Invitaste a alguien más?

Negué con la cabeza, confundida. Me acerqué a Don Ernesto, que sostenía una pequeña caja envuelta en papel periódico.

—Felicidades, Mariana —dijo con voz ronca—. No venimos a pedirte nada. Venimos a darte las gracias.

Los otros once se acercaron. Uno por uno, comenzaron a contar historias: cómo Don Ernesto compartía su desayuno con ellos cada mañana; cómo les hablaba de una joven que nunca preguntaba nada, solo daba sin esperar nada a cambio; cómo ese gesto les devolvía un poco de fe en la gente.

Una mujer llamada Lupita lloró mientras decía:

—Yo pensé que nadie me veía. Pero usted sí me veía, Mariana. Usted me salvó más veces de las que imagina.

Mi abuela se tapó la boca con las manos. Javier me apretó la mano y sentí que todo giraba a mi alrededor.

Don Ernesto abrió la caja y sacó una pequeña figura de madera: una Virgen tallada a mano.

—Entre todos juntamos para esto —dijo—. No es mucho, pero es nuestro agradecimiento.

No pude contener las lágrimas. Abracé a Don Ernesto y luego a cada uno de ellos. Sentí una mezcla de vergüenza y orgullo; vergüenza porque nunca imaginé el alcance de un simple desayuno, orgullo porque, aunque mi madre no lo entendiera, yo sí sabía por qué lo hacía.

La fiesta siguió, pero algo había cambiado. Mi familia empezó a mirar diferente a los «extraños»; algunos incluso se acercaron a platicarles o invitarles un plato de comida. Mi madre se quedó callada toda la tarde, observando desde lejos.

Esa noche, cuando ya todos se habían ido y Javier y yo estábamos solos en nuestra nueva casa, me abrazó fuerte.

—Hoy aprendí algo importante —me dijo—. A veces los pequeños gestos cambian vidas enteras.

Pensé en Don Ernesto y en los otros once. Pensé en mi madre y en cómo la ciudad nos endurece el corazón sin darnos cuenta. Pensé en todas las veces que dudé si valía la pena seguir ayudando cuando yo misma tenía problemas para pagar la renta o comprar despensa.

A la mañana siguiente, volví a pasar por la iglesia vieja. Don Ernesto ya no estaba ahí. Pregunté a los vecinos y nadie lo había visto desde el día anterior. Sentí un vacío extraño, como si una parte de mi rutina se hubiera ido para siempre.

Pero al mirar la figura de la Virgen sobre mi mesa, entendí que nada se pierde realmente cuando se da con el corazón.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de cambiarle el día —o la vida— a alguien solo porque creemos que no es nuestro problema? ¿Y si todos hiciéramos un poco más por los demás?