El descanso que nunca llegó: una visita inesperada a la ciudad

—¿Mamá, ya llegaste? —escuché la voz de Tomás apenas abrí la puerta del departamento, el sonido de la licuadora y la televisión mezclándose en el aire denso de la ciudad.

No había visto a mi hijo desde que se casó con Mariana el año pasado. Desde mi pueblito en Jalisco, el viaje en autobús fue largo y cansado, pero venía con el corazón lleno de ilusión. Quería ver cómo vivían, conocer su mundo y, sobre todo, descansar un poco de mi rutina diaria. Pero apenas crucé el umbral, sentí que algo no estaba bien.

El departamento olía a comida recalentada y humedad. Había platos apilados en el fregadero, ropa tirada en el sillón y migajas en la mesa. Mariana salió de la recámara con el cabello mojado y el celular pegado a la oreja.

—¡Hola, doña Rosa! —me saludó rápido, sin soltar el teléfono—. ¿Tomás, ya viste que llegó tu mamá?

Me sonrió de lejos y volvió a encerrarse. Tomás me abrazó distraído, con una mano en el control remoto.

—¿Cómo estuvo el viaje? ¿Quieres café? —preguntó, pero no esperó mi respuesta. Se sentó frente a la tele y empezó a cambiar canales.

Me senté en la orilla del sillón, incómoda. Miré alrededor y sentí una punzada en el pecho. No era solo el desorden; era la sensación de no pertenecer ahí. Recordé cómo mi madre me enseñó que cuando llega visita, uno ofrece lo mejor de la casa: café recién hecho, pan dulce, una mesa limpia. Pero aquí parecía que yo era invisible.

La primera noche dormí mal. El colchón inflable tenía un hoyo y amanecí casi en el suelo. Al día siguiente, mientras Tomás y Mariana salían temprano al trabajo, me quedé sola. Caminé por el departamento y no pude evitarlo: empecé a limpiar.

Lavé los platos, barrí el piso, doblé la ropa. Encontré comida echada a perder en el refrigerador y la tiré. Limpié los vidrios empañados por la contaminación y abrí las ventanas para que entrara aire fresco. Me dolían las manos y la espalda, pero sentí que al menos así podía ayudarles.

Cuando regresaron por la noche, Mariana apenas notó el cambio.

—¡Ay, qué limpio huele! —dijo mientras revisaba su celular—. ¿Compraste suavizante?

Tomás ni siquiera levantó la vista del teléfono.

—¿Qué hay de cenar? —preguntó.

Sentí un nudo en la garganta. Preparé unas quesadillas con lo poco que encontré en la despensa. Cenamos en silencio, cada quien mirando su pantalla. Nadie preguntó cómo me sentía o si necesitaba algo.

Los días pasaron igual. Yo limpiaba, cocinaba y organizaba mientras ellos iban y venían, siempre apurados, siempre conectados al mundo exterior pero desconectados de mí. Una tarde escuché a Mariana hablando por teléfono con su mamá:

—Sí, aquí está Rosa… No, no molesta. De hecho nos ayuda mucho con la casa…

Me dolió escuchar eso. No vine a ser su sirvienta; vine a ver a mi hijo, a compartir tiempo con él. Pero parecía que solo era útil cuando hacía lo que nadie más quería hacer.

El viernes por la noche, Tomás llegó tarde. Se sentó conmigo en la cocina mientras yo lavaba los últimos trastes.

—Mamá, ¿por qué te gusta tanto limpiar? Aquí nadie se fija en eso —dijo riendo.

Solté la esponja y lo miré directo a los ojos.

—No es que me guste limpiar, hijo. Es que así me enseñaron a demostrar cariño. Pero parece que aquí eso ya no importa.

Tomás se quedó callado unos segundos. Luego se encogió de hombros y salió al balcón a fumar.

Esa noche lloré bajito para no despertar a nadie. Me sentí sola como nunca antes. Recordé cuando Tomás era niño y corría a abrazarme después de la escuela; cuando me decía “gracias” por cualquier cosa pequeña. ¿En qué momento dejamos de vernos?

El domingo llegó rápido. Mariana me ayudó a empacar mis cosas sin mucho entusiasmo.

—Gracias por todo, doña Rosa —dijo al final—. Nos salvaste esta semana.

Tomás me acompañó a la terminal de autobuses. El camino fue silencioso hasta que él habló:

—Perdón si no te hicimos sentir bienvenida… Es que aquí todo es tan rápido…

Lo miré con tristeza y le acaricié la mejilla.

—Solo quería pasar tiempo contigo, hijo. Eso era todo lo que necesitaba.

El autobús arrancó y vi cómo Tomás se alejaba entre el humo y los cláxones de la ciudad. Cerré los ojos y respiré hondo, preguntándome si algún día entenderán lo que significa realmente ser familia.

¿Será que los hijos olvidan tan fácil lo que una madre hace por ellos? ¿O es que en esta vida moderna ya nadie tiene tiempo para agradecer?