El día que dejé de contestar el teléfono

—¡Mamá, ¿dónde está mi camisa blanca?! —gritó Camila desde el pasillo, mientras yo intentaba terminar de pelar las papas para el almuerzo. El teléfono vibraba sin parar sobre la mesa: era mi hermana Lucía, seguramente para pedirme que le cuidara a sus hijos porque tenía que ir al banco. Mi esposo, Daniel, entró a la cocina sin mirarme y dejó su taza sucia en el fregadero, como si fuera invisible.

En ese instante, sentí una punzada en el pecho. No era dolor físico, era algo más profundo: un cansancio que no se quitaba ni con sueño ni con café. Tenía 59 años y me sentía como una sombra en mi propia casa. Había pasado toda mi vida siendo la mujer que resuelve, la que escucha, la que nunca dice que no. La que está para todos, menos para sí misma.

Recuerdo cuando era niña en nuestro barrio de San Miguel de Tucumán. Mi mamá me enseñó que una mujer vale por lo que hace por los demás. «Marta, servíle a tu hermano primero», me decía. Y yo aprendí a ponerme siempre al final de la lista. Así crecí, así me casé, así eduqué a mis hijos. Siempre disponible, siempre lista para apagar incendios ajenos.

Pero ese día, mientras el teléfono seguía vibrando y Camila seguía gritando, algo dentro de mí se rompió. Dejé las papas a medio pelar, caminé hasta mi cuarto y cerré la puerta con llave. Me senté en la cama y lloré en silencio. No era tristeza, era rabia. ¿Por qué nadie me preguntaba cómo estaba yo? ¿Por qué todos asumían que yo no tenía derecho a cansarme?

Esa noche, cuando todos dormían, tomé una decisión: dejaría de contestar el teléfono cada vez que alguien necesitara algo de mí. Al día siguiente, cuando Lucía volvió a llamar, dejé sonar el teléfono hasta que se cansó. Daniel me preguntó si había pasado algo con su camisa limpia y le respondí tranquila: «No la vi». Camila protestó porque no encontraba sus cosas y le dije: «Buscá bien, hija».

Al principio fue un escándalo. Mi familia no entendía qué me pasaba. «¿Estás enferma?», preguntó Daniel. «¿Te peleaste con alguien?», insistió Lucía. Pero yo solo sonreía y seguía en silencio. Empecé a salir sola a caminar por la plaza del barrio, a tomarme un café en la esquina sin apuro, a leer los libros que tenía olvidados en la biblioteca.

Una tarde, mientras tomaba mate bajo el limonero del patio, Camila se acercó y me miró con extrañeza.
—¿Mamá, estás bien?
—Sí, hija —le respondí—. Solo estoy aprendiendo a estar conmigo misma.

No fue fácil. Sentí culpa muchas veces. En nuestra cultura, una mujer que se pone primero es vista como egoísta o mala madre. Mis amigas del club me decían: «Ay Marta, pero si vos siempre fuiste tan servicial». Y yo pensaba: ¿y si ser servicial me estaba matando en vida?

Con el tiempo, mi familia empezó a cambiar también. Daniel aprendió a lavar su ropa y hasta cocinó un guiso de lentejas (horrible, pero lo intentó). Camila empezó a organizar sus cosas sola y hasta ayudó a su hermano menor con la tarea. Lucía dejó de llamarme todos los días y buscó otra niñera para sus hijos.

Una tarde de domingo, mientras almorzábamos juntos por primera vez en mucho tiempo sin gritos ni apuros, Daniel levantó la vista del plato y me dijo:
—Te ves distinta, Marta. Más tranquila.

Le sonreí y sentí una paz nueva en el pecho. Por fin podía comer despacio, saborear cada bocado sin pensar en lo que faltaba hacer después.

Ahora sé lo que es escuchar mis propios pensamientos. A veces salgo al parque y me quedo mirando los árboles durante horas. Otras veces simplemente cierro los ojos y respiro hondo, disfrutando del silencio.

No sé si todas las mujeres pueden darse este lujo en Latinoamérica, donde tantas veces nos enseñan a callar y aguantar. Pero yo quiero decirles que sí se puede cambiar. Que no es egoísmo cuidarse una misma.

A veces me pregunto: ¿por qué nos cuesta tanto decir «no»? ¿Cuántas Martas hay allá afuera esperando su momento para dejar de contestar el teléfono?

¿Y vos? ¿Te animarías a hacerlo?