El día que elegí ser madre sin permiso

—¿Y entonces, Lucía? ¿Vas a seguir esperando a que se te pase el tren? —La voz de mi tía Rosa retumbaba en la sala, mientras todos los ojos se clavaban en mí como cuchillos. Era domingo, y como cada domingo, la familia se reunía en la casa de mis padres en Medellín. El olor a café recién hecho y arepas calientes no lograba suavizar la tensión que flotaba en el aire.

Mi mamá, sentada a mi lado, apretó mi mano con fuerza. —Mija, Julián es buen muchacho. Tiene trabajo fijo en la alcaldía, y su mamá es amiga de la familia desde hace años. ¿Qué más puedes pedir?

Yo solo bajé la mirada, sintiendo cómo el nudo en mi garganta crecía. Nadie entendía que mi sueño no era casarme. No era tener una boda grande ni lucir un vestido blanco. Mi verdadero anhelo era ser madre. Pero eso, en mi familia, era impensable sin un hombre al lado.

—No sé si quiero casarme con Julián —susurré, casi sin voz.

Mi papá golpeó la mesa con la palma abierta. —¡Eso es una locura! ¿Qué va a decir la gente? ¿Vas a quedarte sola toda la vida?

Las palabras me dolieron más de lo que esperaba. Sentí las lágrimas ardiendo detrás de mis ojos, pero no iba a llorar delante de ellos. No otra vez.

Esa noche, encerrada en mi cuarto, miré el techo y pensé en todas las veces que había soñado con tener un hijo. Recordé cuando tenía ocho años y le pedí a Dios una muñeca con la que pudiera practicar ser mamá. Recordé cómo cuidaba a mis primos pequeños y cómo me dolía devolverlos a sus madres al final del día.

Pero en mi familia, ser madre soltera era casi un pecado. «Una mujer decente no hace esas cosas», decía siempre mi abuela.

Pasaron los meses y la presión aumentó. Julián empezó a visitarme más seguido. Era amable, sí, pero yo no sentía nada por él. Una tarde, mientras caminábamos por el parque de Envigado, me tomó la mano y me habló con voz temblorosa:

—Lucía, yo sé que no estás convencida… pero podríamos intentarlo. Mi mamá estaría feliz y… bueno, podríamos formar una familia.

Lo miré a los ojos y sentí lástima. No quería herirlo, pero tampoco quería mentirme a mí misma.

—Julián, eres un buen hombre… pero yo no quiero casarme solo porque todos esperan que lo haga. Yo quiero ser madre, sí… pero no así.

Él soltó mi mano y suspiró. —Ojalá algún día entiendas lo difícil que es para nosotros también.

Esa noche tomé la decisión más difícil de mi vida: iba a ser madre sola, aunque todos me dieran la espalda.

Comencé a investigar opciones: adopción, inseminación artificial… Sabía que sería complicado, caro y que tendría que enfrentarme a los prejuicios de todos. Pero algo dentro de mí ardía con fuerza: el deseo de ser madre era más grande que cualquier miedo.

Un día, después de ahorrar durante meses y vender algunas cosas, fui a una clínica en El Poblado. La doctora Camila me recibió con una sonrisa cálida.

—Lucía, ¿estás segura de esto? —me preguntó mientras revisaba mis exámenes.

—Más segura que nunca —respondí sin dudar.

El proceso fue largo y doloroso. Hubo noches en las que lloré sola en mi cama, preguntándome si estaba haciendo lo correcto. Pero cada vez que pensaba en rendirme, recordaba las palabras de mi abuela: «Una mujer decente no hace esas cosas»… y sentía más ganas de demostrarle lo contrario.

Cuando finalmente llegó el día de la prueba de embarazo positiva, caí de rodillas y lloré como nunca antes. Lloré por miedo, por alegría y por todas las veces que me sentí incompleta.

Contarle a mi familia fue otra batalla. Mi mamá lloró durante días; mi papá dejó de hablarme por semanas. Mis tías me llamaron «egoísta» y «loca». Solo mi hermana menor, Valentina, me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Eres valiente, Lucía. Yo te ayudo con lo que necesites.

Los meses pasaron entre consultas médicas y miradas juzgonas en la calle. En el supermercado, las vecinas murmuraban a mis espaldas: «¿Viste? Se embarazó sola… qué vergüenza para los padres».

Pero nada podía opacar la felicidad que sentía al sentir a mi hijo moverse dentro de mí.

El día del parto fue una tormenta literal: llovía tanto que parecía que el cielo también lloraba conmigo. Valentina estuvo a mi lado todo el tiempo; mi mamá llegó al hospital justo cuando escuchó el primer llanto del bebé.

Cuando me pusieron a Samuel en los brazos, supe que todo había valido la pena. Sus ojos grandes y oscuros me miraron como si ya supiera todo lo que habíamos pasado juntos.

Mi papá tardó meses en venir a vernos. Cuando finalmente llegó, se quedó parado en la puerta sin saber qué decir. Yo le puse a Samuel en los brazos y vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Perdóname, mija —susurró—. Solo quería lo mejor para ti… pero nunca te pregunté qué era lo mejor para ti.

Hoy Samuel tiene dos años y corretea por toda la casa mientras Valentina le enseña canciones infantiles. Mi mamá le teje suéteres y hasta mi papá presume fotos del niño con sus amigos del barrio.

A veces pienso en Julián y me pregunto si fue feliz. A veces pienso en todas las mujeres que sienten miedo de tomar decisiones por sí mismas porque temen decepcionar a su familia o a la sociedad.

¿Hasta cuándo vamos a vivir para cumplir expectativas ajenas? ¿Cuándo vamos a entender que la felicidad no siempre se encuentra donde nos dicen que busquemos?