El día que huí del altar: Mi escape hacia la libertad

—¡No puedes hacerme esto, Mariana! ¡Toda la familia está aquí!— gritó mi madre, con los ojos llenos de lágrimas y rabia, mientras yo sostenía el vestido blanco con las manos temblorosas. Afuera, la música de la banda se mezclaba con el murmullo inquieto de los invitados. El calor húmedo de Barranquilla me pegaba en la piel, pero lo que realmente me asfixiaba era el miedo.

Mi corazón latía tan fuerte que sentía que todos podían oírlo. En el baño del club social, me miré al espejo: los ojos hinchados de tanto llorar, el maquillaje corrido, el velo torcido. Recordé la escena de hace apenas media hora: Julián, mi prometido, tambaleándose en la recepción, con la camisa desabrochada y el aliento apestando a ron. «¡Hoy es mi día! ¡Que viva el novio!», gritaba él, mientras sus amigos lo animaban y mi abuela se persignaba en silencio.

—Mariana, ¿estás bien?— escuché la voz suave de Camilo al otro lado de la puerta. Mi mejor amigo desde los cinco años, el único que siempre supo leer mis silencios. Abrí y lo vi ahí, con su corbata torcida y los ojos llenos de preocupación.

—No puedo hacerlo, Camilo. No puedo casarme con él. No así— susurré, sintiendo cómo las lágrimas volvían a brotar.

Él me tomó las manos. —Entonces no lo hagas. Nadie puede obligarte. Ni tu mamá, ni Julián, ni nadie. Vámonos de aquí.

Por un segundo dudé. Pensé en mi papá, en su orgullo herido; en mi mamá, que soñaba con esta boda desde que yo era niña; en mis tías chismosas y en los vecinos que hablarían durante años. Pero también pensé en todas las veces que Julián me gritó cuando estaba borracho, en las promesas rotas y en el miedo constante de no ser suficiente.

—¿Y si me arrepiento?— pregunté, con la voz rota.

Camilo sonrió con ternura. —Lo único de lo que te vas a arrepentir es de no haberte elegido a ti misma.

No sé cómo encontré el valor. Salimos por la puerta trasera del club, esquivando a los meseros y a los curiosos. Sentí el aire fresco en la cara y por primera vez en meses respiré profundo. Camilo tenía su moto estacionada cerca; me subí detrás de él, sin mirar atrás.

Mientras avanzábamos por las calles polvorientas del barrio El Prado, sentí una mezcla de miedo y alivio. Mi celular no paraba de sonar: llamadas de mi mamá, mensajes de Julián llenos de insultos y súplicas. Lo apagué. Por primera vez en mucho tiempo, decidí no escuchar más voces ajenas.

Nos refugiamos en la casa de la tía Rosa, una mujer fuerte que había criado sola a sus tres hijos después de que su esposo la dejara por otra. Ella me abrazó sin hacer preguntas y me preparó un café fuerte. —Las mujeres de esta familia no se dejan pisotear— dijo con orgullo.

Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Soñé con mi infancia: corriendo descalza por el patio, riendo con Camilo bajo la lluvia, sintiéndome libre y feliz. Al despertar, supe que había hecho lo correcto.

Pero el precio fue alto. Mi mamá no me habló durante semanas; mi papá apenas me miraba cuando pasaba por la sala. Los vecinos murmuraban cuando salía a comprar pan. «La que dejó plantado al novio», decían. Julián apareció varias veces en la puerta de mi casa, borracho y furioso. Una noche le gritó a mi ventana: —¡Nadie te va a querer como yo! ¡Eres una desagradecida!—

Sentí miedo, pero también rabia. ¿Por qué tenía que cargar yo con la vergüenza? ¿Por qué nadie hablaba del machismo de Julián, de sus borracheras y sus gritos? ¿Por qué siempre era la mujer la que debía aguantar?

Camilo estuvo a mi lado todo el tiempo. Me acompañó a denunciar a Julián cuando empezó a acosarme; me ayudó a buscar trabajo cuando perdí el mío por el escándalo; me animó a volver a estudiar psicología en la universidad pública.

Poco a poco, fui recuperando mi vida. Aprendí a caminar sola por las calles sin bajar la cabeza. Empecé a dar charlas en el barrio sobre violencia psicológica y machismo. Algunas mujeres se acercaban después y me contaban sus historias en voz baja: «Yo también tuve miedo», «Yo también pensé que era mi culpa».

Un día, mientras tomábamos café en la terraza de Camilo, él me miró con una sonrisa tímida.

—¿Te has arrepentido?— preguntó.

Lo miré a los ojos y sentí una paz nueva dentro de mí.

—No. Por primera vez en mucho tiempo, siento que soy dueña de mi vida.

Hoy sé que no fue fácil ni bonito. Que elegirte a ti misma puede doler más que cualquier herida física. Pero también sé que vale la pena. Porque ninguna mujer debería casarse por miedo o por presión social; porque merecemos respeto y amor verdadero.

A veces me pregunto: ¿cuántas Marianas siguen callando por miedo al qué dirán? ¿Cuántas siguen creyendo que su felicidad vale menos que las apariencias?

¿Y tú? ¿Te has atrevido alguna vez a elegirte a ti misma?