El día que Juan me dejó sola con mi verdad
—¿Estás segura, Camila? —me preguntó mi mamá con la voz quebrada, mientras yo sostenía el test de embarazo con las manos temblorosas.
No podía responderle. El silencio era tan denso que sentía que me ahogaba. Afuera, los perros ladraban y el bullicio del barrio seguía su curso, ajeno a la tormenta que se desataba en nuestra casa de paredes descascaradas y techos de zinc. Tenía 20 años, estudiaba en la universidad pública y soñaba con ser enfermera. Pero ese sueño se desmoronaba con cada segundo que pasaba desde que vi las dos rayitas rosas.
Juan, mi novio desde hacía dos años, era todo para mí. Nos conocimos en una fiesta de la universidad, bailando salsa bajo las luces parpadeantes y el humo de cigarrillo. Él era divertido, cariñoso y siempre decía que quería una familia conmigo «algún día». Pero ese «algún día» llegó antes de lo esperado.
Esa tarde, después de salir del consultorio donde la doctora confirmó mi embarazo, caminé hasta la cancha donde Juan jugaba fútbol con sus amigos. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho. Lo llamé aparte, lejos de las miradas curiosas.
—Juan, necesito hablar contigo —le dije, tragando saliva.
Él me miró serio, como si ya supiera lo que iba a decirle.
—Estoy embarazada —solté de golpe, sin rodeos.
Por un momento, su rostro se quedó en blanco. Luego, vi cómo sus ojos se llenaban de miedo y rabia.
—¿Estás loca? ¿Cómo pudiste ser tan irresponsable? —me gritó, olvidando por completo el amor que alguna vez juró tenerme.
—No fue solo culpa mía —respondí, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos.
Juan no dijo nada más. Se dio la vuelta y salió corriendo, dejando atrás su mochila y mis esperanzas. Lo vi alejarse entre los gritos de sus amigos y el polvo del atardecer. No volvió a contestar mis llamadas ni mis mensajes. Desapareció como si nunca hubiera existido.
Esa noche, mi mamá lloró conmigo. Mi papá, que siempre fue estricto y callado, no dijo una palabra durante la cena. Solo me miraba con decepción y tristeza. Al día siguiente, los rumores ya circulaban por el barrio. Las vecinas me miraban con lástima o desprecio cuando salía a comprar pan. Sentía sus cuchicheos clavándose en mi espalda como agujas.
—Eso le pasa por andar de noviera —decía doña Gloria desde su ventana.
—Ahora sí verá lo que es bueno —agregaba doña Marta, meneando la cabeza.
En la universidad, mis amigas me apoyaron al principio. Pero poco a poco se fueron alejando. Ya no me invitaban a las fiestas ni a estudiar juntas. Sentía que todos me juzgaban, como si ser madre joven fuera un pecado imperdonable.
Mi mamá intentó convencerme de dejar los estudios para trabajar en una tienda del centro. Decía que necesitábamos el dinero y que un bebé era mucha responsabilidad para una «niña» como yo.
—Mamá, yo no quiero renunciar a mis sueños —le dije una noche, mientras doblábamos ropa en silencio.
—¿Y cómo vas a hacer? ¿Quién te va a cuidar al niño? ¿Con qué plata vas a pagar todo? —me respondió ella, cansada y resignada.
No tenía respuestas. Solo sabía que no quería rendirme. Que ese bebé no tenía la culpa de nada y merecía una madre fuerte.
Los meses pasaron lentos y pesados. El embarazo avanzaba y mi cuerpo cambiaba frente al espejo: mi barriga crecía y mis miedos también. Un día, mientras esperaba el bus para ir a clase, vi a Juan del otro lado de la calle. Iba con otra chica, riendo como si nada hubiera pasado. Sentí una mezcla de rabia y tristeza tan grande que tuve que sentarme para no desmayarme.
Esa noche soñé con él. Soñé que volvía arrepentido, que me abrazaba y prometía estar conmigo y con nuestro hijo. Pero al despertar solo encontré mi almohada empapada de lágrimas.
El parto fue difícil. Mi mamá estuvo conmigo todo el tiempo, apretando mi mano y rezando a la Virgen para que todo saliera bien. Cuando escuché el llanto de mi hijo por primera vez, sentí una fuerza nueva dentro de mí. Lo miré a los ojos y supe que valía la pena luchar por él.
Pero la vida no se volvió más fácil después del nacimiento de Samuel. Mi papá seguía distante; apenas le dirigía la palabra al niño o a mí. Mi mamá hacía lo posible por ayudarme, pero el dinero no alcanzaba y yo apenas podía dormir entre las tomas y los pañales.
Un día, mientras Samuel dormía en mis brazos, escuché a mi papá hablando por teléfono en voz baja:
—No sé qué hacer con ella… Se arruinó la vida sola… —decía él, creyendo que no lo escuchaba.
Sentí una punzada en el pecho. ¿De verdad pensaba eso? ¿Era yo una vergüenza para mi familia?
A veces pensaba en buscar a Juan, exigirle que se hiciera cargo o al menos enfrentarlo por todo el dolor que me causó. Pero luego recordaba su mirada fría y su huida cobarde. No quería suplicarle nada a alguien así.
Poco a poco aprendí a hacer las cosas sola: llevar a Samuel al médico en buseta llena de gente; estudiar por las noches mientras él dormía; vender arepas los fines de semana para comprar pañales. Mi mamá empezó a verme diferente: ya no como una niña perdida sino como una mujer luchadora.
Un día, mientras Samuel jugaba en el suelo con sus bloques de colores, mi papá se acercó y se agachó junto a él. Lo miró largo rato en silencio y luego le acarició la cabeza con torpeza.
—Eres fuerte, Camila —me dijo sin mirarme directamente—. Yo no pude ser valiente cuando más me necesitabas… Perdóname.
Lloré en silencio esa noche. No solo por mí sino por todas las mujeres jóvenes que han pasado por lo mismo: el abandono, el juicio social, el miedo al futuro.
Hoy sigo estudiando enfermería gracias a una beca para madres solteras. Samuel tiene dos años y es mi motor para seguir adelante. A veces aún siento rabia por lo que pasó con Juan; otras veces solo agradezco haber tenido el valor de no rendirme.
¿Hasta cuándo vamos a seguir juzgando a las mujeres por errores compartidos? ¿Cuándo aprenderemos a apoyarnos en vez de señalarnos? Ojalá mi historia sirva para abrir los ojos y los corazones de quienes aún creen que ser madre joven es motivo de vergüenza.